Como sea

La reciente vicisitud de la negociación para conformar una candidatura de izquierdas en las próximas elecciones en Andalucía ha mostrado la fatiga de materiales del llamado espacio del cambio que irrumpió a partir de 2015 en el sistema político español. Para ser más exactos, la sensación que embarga en estos momentos a amplios sectores del mundo político y de la opinión pública progresista es la del abismo, una percepción nítida del peligro de autodestrucción.

No deja de ser paradójico: por primera vez desde la República, un espacio político a la izquierda del PSOE se encuentra gobernando y, a todas luces, ha orientado la acción de gobierno, generando sentido común en clave democrática y redistributiva. Ha obligado, en cierta manera, también a las otras fuerzas políticas a asumir una parte sustantiva de su agenda y de sus prioridades. ¿O alguien cree que sin la contribución de Unidas Podemos y de las confluencias se habría reformado la legislación laboral, planteado la necesidad de una reforma fiscal o avanzado —a pesar de todas las dificultades y del desenlace aún incierto—, una regulación del derecho a la vivienda que por primera vez puede dejar de favorecer la especulación y de sacralizar la propiedad inmobiliaria en el país del tocho?

O, aún más: ¿alguien cree que sin la fuerza del espacio progresista a la izquierda del PSOE se hubiera subido el salario mínimo, aprobado el ingreso mínimo vital o aprobado la ley de riders?

Sólo hace falta mirar la historia de la producción legislativa de los últimos años para saber que el revulsivo en sentido democratizador y redistributivo ha sido enorme.

Sin embargo, aquí no se trata simplemente de alegrarse de lo que se ha conseguido, sino de saber ordenar correctamente los objetivos y elegir los instrumentos más eficaces para que una agenda de transformación, de cuidado de lo público y de lo común pueda desarrollarse con las mejores posibilidades en el ciclo político que viene, que es bien distinto de aquel de 2015.

En una situación en la cual —después de una pandemia y con los impactos económicos de una guerra— lo material ha vuelto con potencia al centro, la prioridad es pues dotar al conjunto del sistema político de una respuesta radicalmente democrática y orientada a las políticas de igualdad. No hacerlo, o simplemente dificultarlo, no es perder una oportunidad política; es ir directamente en contra de las mayorías sociales.

A la vista está que en el ciclo político anterior los instrumentos y los protagonistas fueron unos y que ahora pueden y deben ser otros. En este sentido, la plataforma ciudadana que plantea la actual ministra Yolanda Díaz parece ser la herramienta adecuada por tres razones fundamentales.

En primer lugar, por el propio perfil de la ministra de Trabajo: como atestiguan todos y cada uno de los estudios de opinión realizados hasta el momento, simboliza esa contención en las formas y esa radicalidad en las cosas de comer que es el signo de estos tiempos y que tiene una muy buena recepción en amplísimas capas de la ciudadanía. Algunos le han llamado “laborismo verde”, por la ambición de encarnar una transformación económica y productiva que, mientras ataja la emergencia climática, sea capaz de generar igualdad.

En segundo lugar, porque tiene vocación de amplitud: no solo por la ambición de interpelar a sectores diversos y extensos de la sociedad, sino porque, para hacerse realidad, exige la colaboración de muchas fuerzas políticas distintas, que en el pasado reciente, y sin diferencias programáticas relevantes entre ellas, han protagonizado divisiones y conflictos que han acabado debilitando todo el espacio político. Esta puede y debe ser una experiencia de colaboración entre diferentes, que se enriquecen y se refuerzan mutuamente.

Y ello lleva a la tercera razón, quizás la que más peso tenga: impulsa a cambiar de dinámica. Partir de una plataforma implica que primero vayan las ideas y que los partidos —todos ellos— tengan que ser instrumentos para que estas se puedan plasmar políticamente. Con ello no se quiere decir que los partidos no sean importantes, bien al contrario. Las ideas no caminan sin organización. Y, evidentemente, cuando se habla de organización, también se habla de estructuras, personas, recursos, liderazgos, relaciones de poder. Es ingenuo, e incluso equivocado, sacar estos temas de la ecuación.

Lo que no puede ser es que estos mismos temas —o, mejor dicho, su utilización torticera por parte de algunas cúpulas dirigentes— se sitúen en el centro del debate para fortalecer posiciones y acaben fagocitando y, a la postre, estrangulando, todo lo demás. Que es lo que ha acaecido de forma más o menos silente en los últimos meses y ha estallado de manera obscena en el esperpento de Andalucía.

Es dudoso saber si será posible remontar una situación que en este momento parece tener ciertos visos de tragedia. Pero hay que intentarlo. Como sea.

Paola Lo Cascio es historiadora y politóloga.


A los de El País se les ha olvidado decir que formó parte de la ejecutiva de Catalunya en Comú.

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