Cómo seguir siendo ciudadanos del mundo

Una mujer se asoma por su ventana durante el confinamiento por el coronavirus, en Barcelona. Emilio Morenatti/Associated Press
Una mujer se asoma por su ventana durante el confinamiento por el coronavirus, en Barcelona. Emilio Morenatti/Associated Press

Penélope espera a Ulises en Ítaca y Giovanni Drogo, a los tártaros en el desierto. Vladimir y Estragón aguardan la llegada de Godot. Diego de Zama y el Coronel esperan sendas cartas. No es un spoiler revelar que solo Ulises cumple las expectativas, pero al menos todos esperan algo concreto que da forma a su esperanza. Y nosotros, ¿qué estamos esperando? ¿La vacuna? ¿La inmunidad? ¿La caída de la curva de contagios? ¿El regreso de la anormal normalidad? ¿El fin del capitalismo?

En la congelación actual del tiempo, en una situación de intervalo y de final absolutamente abierto, no podemos hacer nada más que esperar sin saber muy bien a qué. Aunque nuestras vidas digitales sigan fluyendo, nuestras vidas físicas se han paralizado. Mientras los Estados se disponen a geolocalizarnos para controlar el contagio, nos preguntamos por nuestra nueva condición ciudadana. El cosmopolitismo ha sido puesto en jaque por un virus que ha activado políticas nacionales y ha cerrado fronteras. Y su vacío lo ha ocupado el estoicismo.

Para preservar la antigua idea de que somos ciudadanos del mundo —y actualizarla en este contexto sumamente adverso— debemos ser pacientes y permanecer atentos. Esas dos viejas virtudes pasadas de moda, la paciencia y la atención, han vuelto a cobrar vigencia en esta época nerviosa, frenética, impaciente.

La etimología de la palabra paciencia nos conduce al verbo latino pati, sufrir, que une a quien no tiene prisa con quien sufre una enfermedad. Durante la pandemia, en que el agente por excelencia es un virus insaciable, todos somos doblemente pacientes. Sintomáticos o asintomáticos, en el hospital o en casa, nos vemos obligados a aprender a gestionar la ansiedad, la desesperación, mientras padecemos la COVID-19 en nuestro propio cuerpo o en el de nuestros familiares, amigos o vecinos.

No es extraño que estas semanas de cuarentena nos hayan convertido a todos en pacientes atentos. Durante los últimos años la aceleración y el sobreestímulo nos habían transformado en criaturas distraídas, con serios problemas de concentración. Pero la atención se ha vuelto ahora imprescindible en su bisemia: cortesía y estudio, respeto y alerta. Atender es sinónimo de cuidar y de esperar, de interesarse por el otro, por lo ajeno.

La atención es la oración natural del alma, dijo Malebranche —como nos recuerda Walter Benjamin en su comentario de la obra de Franz Kafka—. Nos hemos obsesionado con los detalles. Todos ellos reclaman nuestra atención y nuestra paciencia: las manos, la cara, la tos, la desinfección, el ánimo de nuestros seres queridos, las primeras líneas de los e-mails laborales, las declaraciones de nuestros gobernantes, el número de contagiados y de víctimas mortales, los dificilísimos procesos de duelo.

Y con las pocas fuerzas que nos quedan, después de tantas horas agotadoras, tratamos de atender también nuestro propio interior. En este limbo en el que vivimos, esperando que se defina lo que estamos esperando, teletrabajamos o salimos a aplaudir al balcón con la sospecha de que nuestra identidad se encuentra en suspenso. Porque éramos movimiento y ahora somos quietud. Aunque nos sostenemos en la esfera de la cultura narrativa —las noticias, las series, los libros, las películas, las canciones—, la reflexiva regresa con fuerza: ¿Qué somos? ¿Quién soy? ¿Tienen sentido el yo, el nosotros, el mundo?

Somos muchos quienes hemos hecho del viaje y el cosmopolitismo nuestras señas de identidad. Siguiendo a escritores inquietos como Joseph Roth, Edgardo Cozarinsky, Jenny Diski, Jan Morris, Titouan Lamazou o Gao Xingjian, hemos dividido el mundo entre los paseantes y los sedentarios, los viajeros y los domiciliados, los emigrados y los arraigados. Pero el confinamiento nos iguala a todos y a todos nos pone en crisis.

La parálisis me ha hecho entender por qué en español decimos que nos “armamos de paciencia”. Somos muchos los que hemos descubierto que nuestras identidades viajeras se sustentaban en una armadura estoica. El estoicismo, en su sentido moderno, remite a la entereza ante la desgracia. Pero en la Antigüedad fue una corriente filosófica compleja, polisémica. Creía en la ataraxia: la serenidad de la razón y de los sentimientos, cuando la realidad se vuelve intensa. Pero, como nos recuerda el sabio Claudio Guillén en su libro Múltiples moradas: “Los estoicos, entre todas las escuelas filosóficas, fueron los primeros en poner de relieve la doctrina de los seres humanos y en insistir en que todos eran ciudadanos del mundo”. El viaje y la espera son los dos extremos de una misma filosofía.

Ahora es el momento de cuidar y de cuidarse, de la cortesía y de la lectura; pero, cuando pase la emergencia sanitaria, tendremos que decidir nosotros qué es lo que estábamos en realidad esperando para después de la espera. ¿Narrativas sobre la pandemia o narrativas que nos ayuden a olvidarla? ¿El pasaporte biológico? ¿El regreso reforzado del neoliberalismo y su lógica ecocida? ¿El asistencialismo del Estado? ¿La redistribución de la riqueza? ¿El gobierno algorítmico? ¿El fascismo? ¿Nuevas formas del turismo y el viaje? ¿La revolución?

Durante las últimas décadas hemos confundido el cosmopolitismo con la velocidad y la globalización. Sea lo que fuere lo que vendrá después de pandemia, no debemos olvidar una de las lecciones de estos meses enfermos: la actitud cosmopolita y la estoica son complementarias, y deseables en la práctica ciudadana, como lo son también la paciencia y la atención.

Jorge Carrión es escritor, crítico cultural y director del máster en Creación Literaria UPF-BSM. Es autor de los ensayos Librerías y Contra Amazon.

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