Cómo ser feliz rodeada de necropolítica

A veces, siento una alegría inmensa por el hecho de estar viva que se deposita en mirar la corriente de un río, saludar a un vecino, o comprobar que —a fuerza de riego constante— ha crecido la hiedra y ya es más alta que yo. A veces, si enfermo o noto un dolor fortuito, como buena hipocondríaca, pienso que me voy a morir de inmediato, pero se me pasa cuando imagino las amistades que me recordarían, quizá no tantas, pero suficientes para acompañarme, junto a los difuntos que ya me esperan del otro lado. A veces, me desgarra una rabia furibunda al comprobar cuántos matan impunemente, privando a alguien de la posibilidad de un río, una hiedra, y quebrando la red tupida de afectos que esa persona ha construido en comunidad, es decir, extendiendo la destrucción hacia otros teóricamente aún aquí. Me he detenido en esta reflexión tras leer a la filósofa Ana Carrasco-Conde (La muerte en común, 2024), que reivindica un deceso cargado de amor —por quien se ha marchado, pero también por aquello hilvanado conjuntamente—, cantos y rituales constitutivos de una subjetividad enlentecida y gregaria, y en un momento en que mis constantes vitales, mis pulsaciones y anhelos, se encuentran en las antípodas de la necropolítica actual.

Yo, migrante retornada de Estados Unidos, donde contemplaba paisajes arrasados por la epidemia de opiáceos, torrentes desgraciados de ansiedad en los que no podían hacer frente a las facturas médicas, y una violencia policial, racista, atroz, volví a casa sin más pretensiones que respirar entre las hebras del cariño y el sol, abrazando el carpe diem que Carrasco-Conde analiza: no se trataba de acelerar las experiencias, cuantificar el placer o sumirnos en la hedonia al límite, sino, según Horacio, de vivir intensamente hasta lo más simple: el olor del azahar, o el del café, cuyo vínculo con la poesía estableció Borges. Que transcurran los días sin que alguien se olvide de decirme que me quiere, tras haber sido discriminada antaño, o que a una cena de tres se sumen dos presencias inesperadamente fabulosas, después de haber conjugado el individualismo más atomizador, colma la existencia de una plenitud que asimismo retoza en el cuerpo táctil, vibrátil, el mismo que soy capaz de celebrar sin consumismo o adicciones inconfesables. Lo que ocurre tras la catábasis, a veces, es que aprendes a admirar la sencillez del páramo por contraste: no tiene círculos sucesivos soterrados, entra la luz, algún insecto revolotea. Sin embargo, esa postura es cada vez más minoritaria, porque una no puede plantar la primavera en una maceta y esperar que florezcan campos de cultivo.

Nuestras sociedades, especialmente las élites, han desarrollado un gusto pernicioso por la aniquilación. Los 7.291 ancianos abandonados a la parca en residencias conforman una cifra alegórica que representa tendencias globales destinadas a acabar con todo lo bello conocido, y la belleza se halla también en la supervivencia, y en los cuidados frente a la despedida. Erich Fromm explicaba la seducción que ejerce el fascismo en las multitudes a partir de impulsos sádicos que buscan ser satisfechos y actúan contra todo interés racional, pero, para que un individuo los experimente, la fuente de la crueldad debe permanecer próxima: unas políticas criminales, un atentado nunca reconocido como tal al efectuar recortes en el Estado del bienestar, una completa desconsideración ante el sufrimiento que genera un genocidio o un desahucio. El ojo humano que enfoca el pétalo y se deleita sabe que más allá, tal vez donde no alcanza la vista, “la muerte va al volante”, como argumenta Andreas Malm al referirse a la falta de medidas climáticas presentes en el capitalismo fósil, y en algún vericueto de su gozo se desliza una negación implicatoria atada a la culpa, parecida al pesticida utilizado para destruir el pulgón, la lombriz y la pureza del agua.

Cómo voy a reivindicar una vida cuajada de vínculos vecinales, piropos al suelo atravesado de huellas de todos los tamaños porque la gente camina y se topa con los demás en el sendero, y loas al aire que nos da de cantar en mitad de un mundo gobernado mayormente por sádicos que, en realidad, desgobiernan al capricho de magnates económicos, azuzados por acólitos que aplauden, abajo, sus intenciones luctuosas y trafican con las biografías de las siguientes generaciones es algo que me preocupa. Cómo no voy a dejar que nos roben la alegría, escatimando en cinismo e intentando por todos los medios expandirla, así las fuerzas sicarias sean superiores apuntala un propósito vital que me torna tan feliz como responsable. Si, de acuerdo con Carrasco-Conde, la ausencia de cantos (emparentados los fúnebres y las nanas) nos transforma en seres desencantados, yo me he empeñado en entonar una copla a los amaneceres rosáceos donde no se escucha un tiroteo ni el lamento por la caricia negada. Radica ahí la intensidad humilde, cotidiana, que merecemos y una resistencia contra quienes se empeñan en morirnos como único paradigma sociopolítico, moneda de cambio para lo que no se puede comprar.

Azahara Palomeque es escritora y doctora en estudios culturales por la Universidad de Princeton. Su último libro es Vivir peor que nuestros padres (Anagrama).

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