Cómo silenciar a los filósofos

La pandemia del Covid-19 ha hecho que aparezcan inmensos ejércitos de comentaristas, pregoneros, y filósofos profesionales y autoproclamados. Han invadido los medios de comunicación y disertan sin cesar sobre las fuentes metafísicas y sociológicas de la enfermedad, sobre la forma de combatirla y sobre el mundo, necesariamente nuevo, que saldrá de ella. Si nos esforzamos en leerlos o escucharlos, lo que constituye un ejercicio masoquista e inútil, surgen algunas constantes que he observado en los tres idiomas en los que me muevo, francés, español e inglés.

En primer lugar, sobre su origen. En nuestro mundo laico son pocos los analistas que ofrecen una explicación teológica: hemos pecado y estamos siendo castigados. Esta interpretación solo subsiste en África, Brasil y el mundo musulmán. En Tanzania, por ejemplo, la pandemia ha llenado por igual iglesias y mezquitas, lo que ciertamente contribuirá a acelerar su propagación. Recordemos que, en 1918, en España, las ciudades más devastadas por la gripe fueron aquellas donde los obispos habían multiplicado las misas y las procesiones, especialmente en Zamora. Nuestros filósofos contemporáneos, que son mayoritariamente laicos y más bien de izquierdas, prefieren acusar al capitalismo salvaje: nuestro mundo calculador y ávido de bienes materiales, que ha situado al individuo por encima de la comunidad, ha descuidado los preparativos materiales y psicológicos para hacer frente a una amenaza relativamente predecible.

Cómo silenciar a los filósofosEsta crítica difícilmente explica el hecho de que países muy «capitalistas», como Alemania y Corea del Sur, hayan logrado gestionar la pandemia con menos daño que Francia y España, que tradicionalmente son más socialdemócratas. ¿Y dónde deberíamos situar a China, que se encuentra sin duda en el origen de la pandemia? ¿No pone el régimen de Pekín a la comunidad por encima del individuo? Por lo tanto, vincular el capitalismo o la economía de mercado a la pandemia me parece un gesto mediático, sin una base real. Pero pasemos al mundo futuro que, para los filósofos, tiene el mérito de ser una hipótesis no verificable, de modo que todo le está permitido a la imaginación fértil.

En el futuro, según nos dicen los filósofos de izquierdas, la solidaridad comunitaria prevalecerá sobre el individualismo materialista y la pandemia conducirá a una especie de utopía socialista. Lo que las elecciones, durante un siglo, no han logrado imponer nunca a los pueblos que no lo deseaban lo conseguirá un virus. Esta proyección utópica va acompañada por lo general de una especie de idealización del encierro, que nos permitirá reconectarnos con valores «reales», como la meditación trascendental, el amor al prójimo y la solidaridad. Quienes escriben esto quizá describan o valoren sus propios estados de ánimo, para no admitir que se mueren de aburrimiento y sueñan solo con volver a su existencia anterior.

Lo más insoportable entre estos filósofos ocasionales es su pretensión de hablar en nombre de todos. Qué osadía. También es intolerable que un puñado de charlatanes quiera imponer su visión del futuro a nuestras sociedades; ¿con qué derecho? Es posible que el mundo después del virus se parezca al mundo anterior, porque del testimonio de todos los que no son filósofos se desprende que aspiran sobre todo a recuperar sus hábitos anteriores, por fútiles y materialistas que sean en opinión de los filósofos.

Uno de los efectos inesperados del confinamiento ha sido el hecho de redescubrir que la vida anterior era imperfecta, desde luego, pero no tan mala. Esto se explica porque nuestras sociedades no han sido diseñadas por filósofos, sino que son el resultado de siglos de experiencia que nos han permitido seleccionar las instituciones y costumbres más aceptables para la mayoría. Si nuestra existencia fuera tan insoportable, la habríamos cambiado hace ya mucho tiempo. Por mi parte, solo aspiro, sin demasiado riesgo, a cambios modestos, como, por ejemplo, que el teletrabajo y la robotización se aceleren y no dependamos tanto de las importaciones chinas.

No puedo olvidar una subcategoría de «filósofos» que imaginan para después de la pandemia una vuelta a la soberanía nacional detrás del cordón sanitario de nuestras fronteras. Esta versión del futuro, que se parecería a un pasado muy antiguo, es tan estúpida como la utopía socialista. La primera rata que, en 1348, introdujo la peste en Europa llevó a cabo la unificación microbiana de nuestro planeta. Si, desde entonces se ha vencido a las grandes pandemias mundiales como la peste o la viruela, ha sido gracias a la globalización del conocimiento y a la vacunación. La respuesta a las pandemias es globalista por definición.

Todos aquellos que no somos filósofos, al menos el 99 por ciento de la humanidad, solo tenemos un deseo apremiante: volver al bar, ir al cine, asistir a un partido de fútbol, comprar el último modelo de teléfono móvil fabricado en Corea. Al pensar en este futuro tan banal, conviene recordar que las pandemias de gripe de 1957 y 1968, infinitamente más mortales que la del Covid-19, están completamente olvidadas y no han cambiado el mundo. Podemos arrepentirnos, pero hay que reconocerlo: nuestra capacidad para enterrar y superar tragedias individuales y colectivas es inmensa.

Guy Sorman

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