Cómo sobrevivir a tus 40

Cómo sobrevivir a tus 40

Si quieres saber cuán vieja te ves, ve a una cafetería francesa. Es como hacer un referendo público de tu rostro.

Cuando me mudé a París, recién entrada en mis treinta, los meseros me llamaban mademoiselle (“señorita”, en francés). Cada vez que entraba en una cafetería, me recibían con un: “Bonjour, mademoiselle”, seguido de un: “Voilà, mademoiselle”, cuando me servían el café.

Sin embargo, en cuanto cumplí 40, hubo un cambio colectivo y los meseros comenzaron a llamarme madame (señora). Al principio, esos madame eran vacilantes, pero poco después me caían encima con la contundencia de una granizada. Ahora cuando entro me dicen: “Bonjour, madame”, “Merci, madame”, cuando pago la cuenta y “Au revoir, madame”, cuando me voy. A veces, varios meseros gritan la frase al unísono.

Por una parte, esta transición me causa curiosidad. ¿Estos meseros se reúnen después del trabajo para tomarse unas copas de Sancerre y ver una presentación de diapositivas para decidir a cuál clienta van a degradar? (Ah, porque eso sí, los hombres siempre serán monsieur).

La peor parte es que están tratando de ser amables. Creen que soy lo suficientemente mayor para que no haya posibilidad de que el término me ofenda. Me doy cuenta de que algo ha cambiado para siempre cuando camino al lado de una mujer que pide dinero.

Bonjour, mademoiselle”, le dice a la joven en minifalda que camina a unos pasos de mí. “Bonjour, madame”, dice cuando paso yo.

Esto ha pasado tan rápido que todavía no lo digiero. Tengo todavía casi toda la ropa que usaba de señorita; además, hay latas de comida en mi alacena que también datan de esa época.

No obstante, el mundo sigue diciéndome que ya estoy en una nueva etapa. Mientras analizo mi rostro en un elevador bien iluminado, mi hija lo describe de manera contundente: “Mami, no eres vieja, pero definitivamente ya no eres joven”.

¿Exactamente qué rayos es la edad de no ser joven? Escucho a los veinteañeros describir los 40 como una década muy lejana, cuando ya es demasiado tarde, y se lamentarán de las cosas que no han hecho. No obstante, para la gente de mayor edad que conozco, los 40 son una década a la que frecuentemente les gustaría regresar.

“¿Cómo es posible que haya pensado que era viejo a los 40?”, se pregunta Stanley Brandes, antropólogo que escribió un libro en 1985 sobre cumplir 40 años. “Pensando en retrospectiva, digo: ‘Dios, qué suerte tuve. Lo veo como el comienzo de la vida, no el comienzo del fin’”.

Técnicamente, tener 40 ya ni siquiera es ser de mediana edad. Una persona de 40 años tiene un 50 por ciento de posibilidades de vivir hasta los 95 años, según el economista Andrew Scott, coautor de The 100-Year Life.

Sin embargo, ese número, 40, todavía tiene una resonancia simbólica. Jesús ayunó durante 40 días. Mahoma tenía esa edad cuando se le apareció el arcángel Gabriel. Los israelitas recorrieron el desierto durante 40 años. Brandes escribe que en algunos idiomas “40” significa “mucho”.

Los 40 siguen siendo una edad clave. “Los 40 son cuando te conviertes en quien eres”, me dice un escritor británico de 70 años, y agrega ominosamente: “Si para entonces no sabes quién eres, nunca lo sabrás”.

Comienzo a ver que una madame, incluso una reciente como yo, debe someterse a nuevas reglas. Ahora, cuando trato de actuar con ingenuidad y trato de ser adorable, la gente no se siente encantada: se desconcierta. La duda ya no va con mi rostro. Se espera que haga fila en la línea correcta en los aeropuertos y que llegue a tiempo a mis citas.

No obstante, las investigaciones cerebrales demuestran que, durante los 40, algunas de estas tareas son más difíciles: en promedio, nos distraemos más fácilmente que los más jóvenes, digerimos la información más lentamente y nos cuesta más trabajo recordar hechos específicos (la capacidad de recordar nombres llega a su punto máximo poco después de los veinte).

Una sabe que ya anda en los 40 cuando ha pasado 48 horas tratando de recordar una palabra y esa palabra era “hemorroides”.

Pero también tiene sus ventajas. Lo que perdemos en capacidad de procesamiento lo ganamos en madurez, conocimientos y experiencia. Somos mejores que los jóvenes para captar la esencia de las situaciones, controlar nuestras emociones y resolver conflictos. Somos más hábiles para administrar el dinero y explicar por qué pasan las cosas. Somos más considerados que los jóvenes y, lo que es fundamental para nuestra felicidad: somos menos neuróticos.

De hecho, la neurociencia moderna y la psicología confirman lo que Aristóteles dijo hace más de dos mil años cuando describió a los hombres en “la madurez” afirmando que ya no tienen “demasiada confianza (pues ello es temeridad) ni demasiado miedo, sino que están bellamente dispuestos para ambas situaciones; sin ser crédulos en todo ni totalmente incrédulos, sino más bien juzgando según la verdad”.

Estoy de acuerdo. De hecho, nos las hemos arreglado para aprender y crecer un poco. Vemos los precios ocultos de las cosas. Nuestros padres han dejado de tratar de cambiarnos. Nos damos cuenta cuando algo es ridículo y otras mentes por fin nos resultan menos opacas. El trayecto seminal de los 40 va del “Todos me odian” a “En realidad, no les importa”.

Con todo, esta década es confusa. Al fin podemos decodificar las dinámicas interpersonales, pero no podemos recordar un número de dos dígitos. Ya hemos alcanzado el clímax de nuestros ingresos o estamos a punto de hacerlo, pero ahora el bótox nos parece una idea razonable. Estamos llegando a la cúspide de nuestras carreras profesionales, pero ahora podemos vislumbrar cómo pueden terminar.

Además, esta nueva era, extrañamente, carece de hitos. En la niñez y la adolescencia abundan: aumentamos de estatura, pasamos a nuevos grados escolares, comenzamos a menstruar, obtenemos nuestra licencia de conducir y un diploma. Después en los veinte y los treinta salimos con posibles parejas, encontramos empleos y aprendemos a ser autosuficientes. Tal vez haya ascensos, bebés y bodas. Los saltos de adrenalina derivados de todo lo anterior nos impulsan hacia adelante y nos confirman que estamos construyendo la vida adulta.

En los 40, quizá todavía obtengamos títulos, empleos, casas y cónyuges, pero ahora provocan menos asombro. Los mentores y los padres que solían regocijarse con nuestros logros están preocupados por sus propios declives. Si tenemos hijos, se supone que debemos maravillarnos ante sus logros. Un periodista que conozco lamentaba que nunca más sería un prodigio en nada (alguien más joven que ambos acababa de recibir un nombramiento para la Suprema Corte de los Estados Unidos).

“Incluso hace cinco años, la gente que conocía me decía: ‘En serio, ¿eres el jefe?’”, comenta el director de una empresa productora de televisión de 44 años. Ahora, ven su puesto con objetividad. “Ya pasé la edad del niño prodigio”, dice.

¿A qué edad llegamos? Todavía somos capaces de actuar, cambiar y de correr carreras de diez kilómetros. No obstante, los 40 llegan con una nueva inmediatez —y una conciencia de la muerte— que antes no existían. Nuestras posibilidades nos parecen más finitas. Todas nuestras elecciones ahora excluyen otras de manera absoluta.

No tiene caso seguir fingiendo ser lo que no somos. A los 40, ya no nos estamos preparando para un futuro imaginado. Nuestra vida real, indiscutiblemente, está ocurriendo en este preciso momento. Hemos llegado a lo que Immanuel Kant definió como Ding an sich, que en alemán significa “la cosa en sí misma”.

De hecho, la parte más extraña de los 40 es que ahora somos los que asistimos a las juntas de padres y maestros, y cocinamos en Navidad. Estos días, cuando pienso: “Alguien realmente debería hacer algo sobre tal cosa”, me doy cuenta con un sobresalto de que ese “alguien” soy yo.

No es una transición fácil. Siempre me había tranquilizado la idea de que hay adultos en el mundo que curan el cáncer y emiten citatorios. Los adultos vuelan aviones, meten el aerosol en las latas y se aseguran de que las señales de televisión se transmitan como por arte de magia. Saben si vale la pena leer una novela y qué noticia poner en la primera plana. En una emergencia, siempre había confiado en que los adultos —misteriosos, capaces y sabios— aparecerán para rescatarme.

No me emociona verme mayor. Sin embargo, lo que más me perturba de los 40 es la implicación de que ahora soy uno de esos adultos. Temo haber recibido este ascenso sin ser lo suficientemente competente. A fin de cuentas, ¿qué es un adulto? ¿En realidad existen? De ser así, ¿qué saben exactamente? ¿Alguna vez mi mente se pondrá al día con mi rostro?

Pamela Druckerman es columnista de opinión y autora del libro There Are No Grown-Ups: A Midlife Coming-of-Age Story, del cual se extrajo este ensayo.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *