Para un padre o una madre quizás no exista mayor temor que la perspectiva de perder a un hijo debido a una enfermedad o un accidente. Y es el cáncer infantil la enfermedad que tiene el mayor potencial para catapultar dicho remoto temor y convertirlo en una realidad inimaginable. Como oncólogo pediatra, quien ha atendido a niños con cáncer y a sus familias por más de 25 años, sé que sólo un padre o una madre que ha enfrentado tal diagnóstico entiende verdaderamente la profundidad de este temor, ya que afecta el núcleo de quienes somos como padres.
También sé que, ahora más que nunca antes, estamos administrando tratamiento a mayor cantidad de niños de manera más eficaz – y que aún podemos hacerlo mucho mejor.
Para un niño nacido en la década de los años 1960, el diagnóstico de la forma más común de cáncer infantil, la leucemia linfoblástica aguda (LLA), significaba una muerte casi segura, con una tasa de supervivencia inferior al 10%. Un niño con el mismo diagnóstico hoy en día tiene una probabilidad de curación del 80%. Al analizar las tasas de cinco años de supervivencia para los niños con LLA desde la década de 1970 hasta la década de 1990, se observa una mejora casi lineal en las tasas de curación.
Esto hace que los años 1970, 1980 y 1990 se vean como una época de descubrimiento y desarrollo terapéutico acelerados. Pero prácticamente todos los fármacos que utilizamos hoy en día para curar a los niños con cáncer fueron descubiertos y aprobado en las décadas de 1950 y 1960. Por lo tanto, si los nuevos fármacos no fueron los que impulsaron cuatro décadas de progreso, ¿qué lo hizo?
Un factor impulsor importante fue la notable y sostenida colaboración científica. En la década de 1950, un grupo de científicos clínicos reconoció que debido a que el cáncer infantil es una enfermedad poco frecuente, ningún centro médico por sí solo podría estudiar a los pacientes de manera suficiente como para hacer los avances necesarios en todo el espectro de las enfermedades oncológicas pediátricas. La decisión de llevar a cabo investigación colaborativa entre múltiples instituciones dio como resultado el desarrollo de la investigación en grupos cooperativos.
En la lucha contra el cáncer infantil, este concepto evolucionó en lo que hoy es el Grupo de Oncología Infantil (Children’s Oncology Group) (COG, por sus siglas en inglés), que reúne a más de 8.000 expertos en más de 200 hospitales infantiles, universidades y centros de cáncer, que son instituciones líderes en América del Norte, Australia, Nueva Zelanda, y partes de Europa. El COG realiza investigaciones en todo el espectro de los cánceres que afectan a niños, y cuenta con aproximadamente 100 ensayos clínicos en marcha en todo el mundo.
Al estar ya establecida una infraestructura emergente para la investigación cooperativa, la mejora sostenida en los resultados refleja parcialmente una comprensión, que va en constante aumento, de la naturaleza diversa de los cánceres infantiles. La leucemia linfoblástica aguda, por ejemplo, no es una enfermedad única sino un espectro de enfermedades. El reconocimiento de esta diversidad condujo al estudio de diferentes regímenes de tratamiento en diferentes sub-poblaciones de niños con cánceres patológicamente similares.
A lo largo de este período, se mejoró de forma dramática la capacidad de superar el efecto secundario más común de los fármacos contra el cáncer, la mielosupresión (una disminución en los recuentos sanguíneos). Esta mejora se inició con la capacidad de realizar transfusiones a pacientes anémicos que no sólo aportan glóbulos rojos, sino también plaquetas, reduciendo de esta forma la amenaza de hemorragias potencialmente mortales que puede acompañar a las terapias para el tratamiento del cáncer.
Es también de igual importancia el aumento en el reconocimiento prestado a los riesgos y tipos de infecciones que acompañan a la mielosupresión y que son potencialmente mortales, ya que este hecho condujo al desarrollo y mejor uso de antibióticos más eficaces. A partir de la década de 1990, las citoquinas, los fármacos que estimulan a la médula ósea para que produzca glóbulos blancos que combaten infecciones, comenzaron a integrarse en tratamientos contra el cáncer, mitigándose así aún más el riesgo de complicaciones infecciosas potencialmente mortales en la atención de los pacientes.
Como resultado de estos avances en la ciencia y la atención de apoyo, se pudieron aplicar de forma más intensa los mismos fármacos en el tratamiento de niños con tipos y subtipos seleccionados de cáncer. Con una intensificación selectiva, las tasas de curación comenzaron a aumentar de forma constante.
Y sin embargo, si bien esta estrategia en verdad dio lugar a mejores resultados, la morbilidad aguda y de largo plazo de la terapia ha sido sustancial. Los niños con cánceres de alto riesgo quienes reciben quimioterapia en dosis intensivas tienen una probabilidad mayor al 80% de atravesar al menos un episodio grave y potencialmente mortal o un episodio tóxico mortal relacionado con los fármacos durante el curso de su tratamiento.
Los efectos tardíos del tratamiento para el cáncer incluyen daños permanentes en órganos y tejidos, disfunción hormonal y reproductiva, y cánceres secundarios. Más del 40% de los cerca de 330.000 sobrevivientes de cáncer infantil en los Estados Unidos atraviesan una complicación de salud importante que sobreviene como consecuencia del cáncer infantil y el tratamiento del mismo. Y, a pesar de nuestros avances, el cáncer en los países desarrollados sigue siendo la principal causa de muerte por enfermedad en niños que tienen más de un año de edad.
No obstante, estamos ingresando en una era de descubrimiento sin precedentes. Las potentes herramientas de investigación que hoy tenemos para descubrir las bases subyacentes de los cánceres infantiles podrían cambiar fundamentalmente la forma en la que proveemos tratamiento a los niños que sufren estas temidas enfermedades. Para un número limitado de tipos de cáncer infantiles, existen nuevos fármacos que pueden dirigirse a las causas principales de malignidad. El ejemplo más notable es el efecto que tiene el Glivec (mesilato de imatinib) en los resultados que se alcanzan en niños con un subtipo poco frecuente de leucemia – denominada leucemia linfoblástica aguda con cromosoma Filadelfia positivo.
La adición de este inhibidor a la quimioterapia intensiva ha mejorado dramáticamente el pronóstico para estos niños, aumentando la tasa de tres años de supervivencia libre de eventos de un nivel del 35% al 80%. El desarrollo de nuevos agentes dirigidos puede probablemente afectar los resultados que se alcanzan en los otros subtipos de cáncer infantil, incluyendo los del linfoma anaplásico de células grandes y de otros tipos de leucemias.
Teniendo en cuenta que todos los cánceres infantiles son enfermedades raras o ultra raras, la capacidad de la industria biofarmacéutica para invertir recursos en el desarrollo de nuevos tratamientos es, en el mejor de los casos, limitada. Sin embargo, se necesita investigación para identificar posibles objetivos para todo el espectro de cánceres infantiles. En el caso de algunos posibles objetivos, se necesitarán alianzas público-privadas para el desarrollo de nuevos enfoques terapéuticos.
Los últimos 40 años han demostrado el notable retorno sobre la inversión que se pueden obtener de la investigación científica colaborativa. Ahora se tiene que aprovechar las oportunidades que hoy en día están al alcance de los científicos y se deben invertir los recursos necesarios para desarrollar terapias más eficaces y menos tóxicas; de esta manera se van a mejorar los resultados para todos los niños con cáncer.
Peter C. Adamson is Chair of the Children’s Oncology Group at The Children’s Hospital of Philadelphia. Traducido del inglés por Rocío L. Barrientos.