Compañía de Jesús y memoria histórica

Ahora que la historia y la verdad padecen y perecen en cuanto desafían al pensamiento único dominante, pocos recuerdan que la Compañía de Jesús fue disuelta en enero de 1932 por el Gobierno presidido por Manuel Azaña, en aplicación del artículo 26 de la Constitución republicana, que declaraba disueltas aquellas órdenes religiosas que impusieran un voto especial de obediencia a autoridad distinta de la legítima del Estado. La disolución afectó a los 3.622 jesuitas españoles y, de la noche a la mañana, se clausuraron y nacionalizaron ochenta casas en España, dos universidades, tres seminarios, veintiún colegios de enseñanza secundaria, 163 de enseñanza elemental y profesional, conventos y casas de ejercicios, diecinueve templos, 47 residencias, 33 locales de enseñanza, 79 fincas urbanas y 120 rústicas. Se incautaron también saldos de cuentas bancarias y valores mobiliarios y todos sus bienes pasaron a manos del Estado.

En mayo de 1938, en plena guerra, Franco derogó el decreto de 1932, devolvió a la Compañía todas las propiedades incautadas por la República y parte del patrimonio incautado por Carlos III en 1772. En señal de agradecimiento, el entonces general de la Compañía, el P. Ledochowski, añadió el nombre del Generalísimo al de los fundadores y grandes benefactores de la Compañía y, posteriormente, en 1943, el P. Magni, vicario general, hizo llegar al Generalísimo un documento por el que la Compañía le agradecía el inmenso beneficio de la devolución de todos los bienes que la revolución le había arrebatado. En dicho documento –conocido como «Carta de hermandad»– se le comunica que se le hacía «participante de todas las misas, oraciones, penitencias y obras de celo que por la gracia de Dios se hacen y en adelante se harán en nuestras provincias de España». Con tan alta y excepcionalísima distinción, la Compañía cumplía con lo previsto en el capítulo I de la IV Parte de sus Constituciones, «De la memoria a los fundadores y bienhechores», afirmando que «es muy debido corresponder de nuestra parte a la devoción y beneficencia que usan con la Compañía».

No fue este, sin embargo, el único favor que recibió de Franco la Compañía. En 1968, el Generalísimo intervino directamente, a petición del rector de la Universidad Pontificia de Comillas, P. Baeza, para lograr el traslado de las facultades a Madrid, lo que provocó no sólo que este le renovase «mi gratitud que es mía muy especial pero que es de nuestra Compañía, a la que en plena Cruzada V. E. restauró en España y le devolución sus bienes y personalidad jurídica», sino una carta personal de gratitud del P. Arrupe que terminaba así: «En mis oraciones tengo siempre muy presente la persona y las intenciones de Vuestra Excelencia».

Resulta obligado este recordatorio porque me consta que, en uno de los colegios señeros de la Compañía, se veta desde hace años a los alumnos la posibilidad de hacer un trabajo sobre Francisco Franco, como personaje de la historia de España. No sucede lo mismo con Largo Caballero o con Azaña, verdadero artífice de la expulsión y disolución de la Compañía. Se trata tan solo de una anécdota, pero ciertamente ilustrativa de los estragos que la dictadura de lo políticamente correcto está haciendo, no sólo en la tradición abierta que siempre presidió la enseñanza en los colegios jesuitas, sino también al valor de la gratitud que, como recordaba recientemente el rector de la Pontificia Comillas, debe presidir siempre la actuación del cristiano en la vida pública.

Nadie puede negar, con un mínimo de rigor, que la Iglesia, con cerca de 8.000 sacerdotes y religiosas martirizados en la guerra civil (entre ellos 119 jesuitas que decidieron quedarse en la clandestinidad) consideró a Franco como su salvador, entre otras cosas porque los obispos de entonces (trece de ellos fueron brutalmente asesinados) tenían muy presente la horrible persecución que acababan de sufrir.

Hoy, ochenta años después de aquella tragedia, no faltarán jesuitas que se sorprendan al descubrir la alta distinción otorgada a Franco como gran benefactor de la Compañía, y más aún de las piadosas obligaciones que dicho tributo conlleva, claro que ellos ni recogieron en las cunetas los cadáveres de sus hermanos, ni vieron sus iglesias y bibliotecas incendiadas, ni todos sus bienes incautados, ni tuvieron que estudiar fuera de España para ingresar en la Compañía.

La historia no debería utilizarse jamás para aventar odios o venganzas, sino como aprendizaje en la formación del mañana. El conocimiento crítico y el debate sobre el pasado, con sus luces y sus sombras, es el mejor equipaje que puede ofrecerse a un estudiante, sin prostituirlo con censuras o vetos selectivos. Vivimos tiempos recios en los que la verdad está seriamente amenazada, otra vez, por tentaciones totalitarias, pero también por la ingratitud y la cobardía. Ojalá estas líneas sirvan para despertar a tantas conciencias anestesiadas dentro y fuera de la Iglesia y de la Compañía de Jesús y guiados por la búsqueda de la verdad y la excelencia –verdaderas señas de identidad jesuita– dejen, de una vez por todas, de colaborar activa o pasivamente con la falsificación hemipléjica de la historia de España.

Luis Felipe Utrera-Molina, abogado.

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