Cómplices, insumisos o resignados

Un vendedor de preferentes, director de una sucursal bancaria que coloca a sus clientes y amigos un producto financiero tóxico, ¿es un cómplice de la estafa o un estafador a secas? Esta es la pregunta que no queremos hacernos porque nos lleva inevitablemente a un viejo recurso: el empleado que cumple órdenes, orgulloso de su papel. “¡Si no lo hago, me echan!”. Es curioso cómo se ha avanzado en la fisonomía del cómplice. Antes había que echar mano de Dostoyevski y la conciencia culpable. Ahora abarca desde los campos de concentración hasta las entidades financieras.

Esos doce jóvenes españoles que al serles concedido el premio Fin de Curso 2009-2010, el pasado 5 de junio –con varios años de retraso porque acaba de terminar el curso lectivo 2012-2013, detalle que se nos ha pasado desapercibido– han tenido el gesto, más valiente de lo que la gente cree –porque el Estado nunca olvida– de hacerle un desplante al ministro y ningunearle, es decir, no darle ni la mano, e incluso algunos decir su frase de rechazo al desastre en el que se ha convertido su futuro como generación y el de la enseñanza pública como concepto. De ser este un país normal y no una granja cada vez más orwelliana, esos doce merecerían un homenaje ciudadano. Cumplieron con su responsabilidad de futuros intelectuales y recibieron 3.300 euros de premio, cantidad que no alcanza para los gastos de un año de esfuerzos del chaval y de sus familias.

Estos doce “insumisos” ante la impunidad estatal formaban parte de un colectivo de 129 premiados, que se quedaron calladitos. Como decía una premiada de Girona, con ese candor que otorga la ignorancia de cualquier materia que no sea la que ha estudiado, le parecía una falta de educación no darle la mano al ministro Wert, “pero ella había osado darle las gracias en catalán”. Me temo, sea dicho entre paréntesis, que han formado una generación de pitufos que se consideran guerreros de la idea, cobardes hasta las cachas –lo cual no tiene importancia porque viene de antiguo–, pero con una conciencia de ser temerarios en sus gestos. Apenas un 10% de la élite universitaria española se atreve a hacerle un desplante a un ministro encargado de liquidar a la futura élite universitaria. No es un buen promedio, reconozcámoslo.

Hubo una época, quiero creerlo así porque así lo he estudiado, en la que un ciudadano normal, es decir, pequeño burgués, o burgués a secas, o trabajador sindicado en una central no corrupta, podía vivir el día a día cumpliendo con sus deberes ciudadanos en una sociedad abierta, donde leía periódicos sin sentirse humillado, llevaba a sus hijos a una escuela pública y votaba regularmente a quien podía defender mejor sus intereses y sus aspiraciones. Alguien llamó a esa época la edad burguesa, y no voy ahora a meterme en ese berenjenal teórico. Pero el hombre y la mujer contemporáneos se enfrentan a una situación que podríamos denominar límite: o asumes tu papel de cómplice, o te resignas a contemplar cómo se descojonan de tu buena voluntad tratando de ser educado, limpio y respetuoso de la ley. Un aceptador del destino que decidieron otros, como en la antigüedad.

Tienes la opción –en este caso temeraria– de meter el palo en las ruedas del sistema, e incluso desestabilizarlo. Pero esto último tiene un precio que va más allá de tu propia vida, porque literalmente te la destrozarán; la tuya y la de tus allegados, sea madre, abuela, amante, esposa, hijos y amigos de la adolescencia. Un insumiso moderno frente al sistema corrupto y opaco que vivimos resulta una víctima sólo comparable a la de un penado de la vieja Inquisición.

Desvelar la verdad es como introducir un palo en los engranajes de las mentiras de Estado. Eso es lo que han hecho tipos como el soldado Bradley Manning, 25 años, al que están juzgando ahora unos tipos oscuros, cómplices en su resignación ante los crímenes de Estado. Manning cumplió con su deber y su conciencia de ciudadano de país imperial con cierta tendencia a la extorsión, como demostraron los millares de mensajes encriptados que él dio a la luz para pasmo y sarcasmo de los audaces profesores, héroes de la cucaña, que se burlaban denominándole “Anacleto, agente secreto”. Hay algo siempre peor que un verdugo; su ayudante. No existe Imperio sin trampa ni sicarios que la cubran. Apareció una foto de Reuters, con fecha 11 de junio, en la que se puede contemplar al enclenque soldado Manning camino de su farsa judicial que le condenará a la perpetua, rodeado de agentes machotes –blancos y negros– que es como un panfleto sobre la fragilidad de la conciencia frente a la omnipotencia del Poder. Alguien, algún día, incluso el propio fotógrafo Gary Cameron, podrá hacer de ella un póster subversivo. (Recuerdo que un policía en 1969 arrancó de la pared de mi habitación un precioso cartel con unos versos del cubano Nicolás Guillén; “por estética”, aseguraba aquel torturador sensible).

¿Qué decir de Edward Snowden, 29 años, una brillante hoja de servicios en la CIA, que tratarán de manipular a partir de ahora porque ha sido capaz de destapar una de las mayores estafas ideológicas de los tiempos modernos: que el Estado liberal y democrático nos vigila desde hace años, con el rigor que hubiera descrito Orwell y con la misma impunidad que el totalitarismo periclitado de hace décadas? Lo hacen por nuestro propio bien. Por eso no necesitábamos saberlo, porque tan altruista pretensión no es más que salvaguarda de nuestras libertades conculcadas desde el momento que usted pone en marcha el móvil, enciende el ordenador y escribe un correo electrónico.

Los sicarios de la información ya han empezado a explicar dos cosas fundamentales. Que el tal Snowden es un personaje despreciable, que tiene una novia medio puta, que se exhibe en los cabarets, y que tiene veleidades de extrema derecha. En esto, el Estado no ha cambiado nada desde hace siglos, como los sicarios de la pluma, tiene piñón fijo: lo primero es acabar con cualquier vestigio de dignidad del insumiso. Sucedió en 1971 cuando Daniel Ellsberg filtró los “Documentos de Pentágono” o “todas las mentiras oficiales sobre la guerra de Vietnam”. Como “el gran hijo de puta” le definió uno de los tipos más sucios de la historia de EE.UU., tan abundante en ellos, el presidente Richard Nixon. (¡Vaya hartón de reír que nos daríamos si reprodujéramos lo que la prensa española de la época dijo sobre este “traidor” vendido al enemigo comunista!). Ellsberg, que sobrevivió a la más brutal campaña de desprestigio, acoso y prisión de aquella época no muy feliz, ahora, a sus 82 años, ha dicho que se siente orgulloso del soldado Manning y de este temerario Edward Snowden, que gracias al The Guardian ha denunciado “la gigantesca maquinaria de vigilancia que estamos construyendo”.

¿Cómo nos defendemos de quienes están obsesionados por protegernos de la gente que son como ellos mismos? Esta es una paradoja de difícil solución. La vida te demuestra, a partir de una determinada edad, que para ser fiel a ti mismo y a tus creencias hay que romper con muchas cosas, y asumir la categoría de traidor como un orgullo. Porque los traidores de ayer, los insumisos, luego resultarán paradigmas de la libertad y de no sé cuantas palabras pomposas que pronunciarán en su funeral los mismos que les encarcelaron y exigieron su muerte. Les erigirán estatuas, que inaugurarán ellos o sus herederos, con esa desfachatez de quien considera, y con razón, que el Estado es una propiedad privada. Apenas un vestigio de Luis XIV y un eco de los grandes populistas y manipuladores del siglo XX.

Recuperemos el comienzo. El vendedor de preferentes es un delincuente difícil de definir porque los códigos y los bufetes están más pensados para esquivar el delito y aliviar a quien sabe pagar los servicios que para aplicar la igualdad ante la ley. Lo digo sin ningún rubor, a mí esto me lo enseñó un ilustre juez que llegó a ministro, y cuya autoridad en la materia no sería yo nadie para desmentir.

Gregorio Morán

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