Comunicación, salud pública y justicia social

La pandemia de COVID‑19 ha demostrado que la comunicación es un arma de doble filo. Es una de las herramientas más poderosas para cambiar conductas: puede crear conciencia y compasión en relación con la situación de grupos vulnerables, que son los más afectados durante las crisis; y combinada con una sólida agenda de equidad y un liderazgo creíble, puede impulsar acciones positivas e inclusivas. Pero mal usada (distorsionada por el prejuicio, la visión de corto plazo y el egoísmo) la comunicación puede ser un arma peligrosa.

Una comparación entre las respuestas a la COVID‑19 en el Reino Unido y en Ruanda permite ejemplificar esta dicotomía. En el primer país faltó una respuesta decidida, rápida y coherente de la dirigencia política, y al principio la población se mostró menos permeable a los mensajes de las autoridades sanitarias. En esto tuvieron mucho que ver los errores de comunicación.

El gobierno comenzó a ponerse obstáculos desde temprano, al subestimar en gran medida la cifra de muertes por COVID‑19. La dirigencia siguió dando información y ejemplos contradictorios, y esto sembró confusión respecto de las recomendaciones y debilitó todavía más la confianza en las autoridades. Según una encuesta reciente, la confianza pública en el gobierno todavía no se recuperó de lo sucedido en mayo, cuando se supo que Dominic Cummings (asesor principal del primer ministro Boris Johnson) había incumplido flagrantemente las normas de confinamiento.

La dirigencia británica tampoco comprendió el impacto desproporcionado del virus sobre las comunidades negras, asiáticas y de minorías étnicas. Esto llevó a que no recibieran servicios médicos e información adaptados a sus necesidades para protegerse.

La estrategia de comunicación de Ruanda, en cambio, puede describirse como coherente, creíble, inclusiva y oportuna. Un mes antes del primer caso confirmado de COVID‑19, el gobierno ya publicaba informes periódicos y con fundamento científico sobre los avances en materia de testeos y el grado de preparación nacional. Para que la información esencial llegara a toda la población, se apeló a la transmisión de mensajes en forma digital, por SMS, en estaciones locales de radio e incluso con ayuda de drones; y esto se complementó en el nivel de las comunidades y familias con la labor de trabajadores de salud comunitarios.

Además, Ruanda adoptó una estrategia de toma de decisiones participativa que incluyó a los encargados de implementar la respuesta y a los principales afectados por la crisis, para comprender sus necesidades inherentes. El gobierno creó una línea nacional de ayuda y una herramienta de autoevaluación para que la población supiera cómo responder ante posibles síntomas, y distribuyó recursos (alimentos, ayuda financiera y atención médica) para que las comunidades vulnerables pudieran cumplir las órdenes de confinamiento.

Todas estas medidas reforzaron la confianza en el gobierno, y en particular, motivaron y capacitaron a las personas para que pudieran protegerse y proteger a sus comunidades.

Los resultados son elocuentes. Al 13 de agosto, el RU, con 67 millones de habitantes, tiene registrados más de 315 500 casos de COVID‑19 y 46 791 muertes. Ruanda, con 13 millones, tuvo 2189 casos y apenas ocho muertes. Si bien esta disparidad puede obedecer a muchos factores, es casi indudable que ha influido el hecho de que la gente quiso y pudo seguir las recomendaciones sanitarias (algo que en parte es un efecto de la comunicación oficial y de la confianza que generó).

La presencia de información deficiente, contradictoria e incorrecta de fuentes distintas (incluidos medios de comunicación, amigos y colegas) puede crear divisiones y profundizarlas; más aún cuando procede del gobierno (y sobre todo de sus instancias más altas).

Un buen ejemplo es Estados Unidos. Durante la pandemia, el presidente Donald Trump no ha dejado de formular afirmaciones cuestionables y peligrosas. En marzo, por ejemplo, publicó que la hidroxicloroquina podía ser la solución para la COVID‑19, pese a la falta de investigaciones científicas que lo corroboren. Las ventas del fármaco se dispararon, y la escasez resultante perjudicó a quienes lo necesitan para tratarse el lupus y la artritis reumatoidea.

Luego, durante una conferencia de prensa en la Casa Blanca en abril, aventuró que el uso interno de desinfectantes domésticos podía ser un tratamiento eficaz contra la COVID‑19. Creció enseguida la venta de lejía (y la cantidad de llamados a centros de tratamiento de intoxicaciones). Afirmaciones de este tenor ponen en riesgo vidas, pero faltan mecanismos de rendición de cuentas que limiten la difusión de información peligrosa o engañosa.

Hasta cierto punto esto está cambiando. Tras años de críticas, las empresas de redes sociales comienzan a asumir cierta responsabilidad por la información que se difunde en sus plataformas. La primera plataforma importante que intervino fue Twitter, que etiquetó como desinformación varios de los tuits de Trump.

Incluso Facebook (cuyo director ejecutivo, Mark Zuckerberg, ha sido un vehemente opositor al control de veracidad del discurso político) tuvo que tomar medidas en respuesta a las presiones (que incluyeron un boicot de anunciantes). Hace poco eliminó de la cuenta oficial de Trump la publicación de un fragmento de entrevista donde se lo veía decir que los niños son «casi totalmente inmunes» a la COVID‑19.

Pero las plataformas de redes sociales no pueden ser las únicas responsables de proteger a la gente contra la desinformación. También es necesario que los medios sean bastiones de la información creíble.

En esto, es posible que la responsabilidad personal o profesional no baste. En Ruanda, todos los funcionarios tienen prohibido dar a la población recomendaciones peligrosas. Tendría que ser así en todas partes: que los dirigentes que formulen esas recomendaciones y los medios que las amplifiquen sean responsables ante los tribunales.

Pero no se trata solamente de la transmisión de mensajes con riesgo directo para la vida de las personas, por ejemplo información médica inexacta; también están los que refuerzan prejuicios que contribuyen a la injusticia social.

Por ejemplo, muchos han criticado, y con razón, a los medios británicos por publicar artículos o videos que elogian la labor del personal sanitario frente a la crisis, donde sólo aparecen personas blancas, a pesar de que el 44% de los trabajadores del Servicio Nacional de Salud del RU son miembros de minorías. En muchos países, los medios han publicado teorías conspirativas sobre la pandemia centradas en China, con perjuicio para las comunidades chinas (y asiáticas) de todo el mundo.

La forma en que las figuras de autoridad (por ejemplo medios y dirigentes políticos) se comunican con la gente puede salvar o poner en riesgo vidas, y puede combatir o reforzar la injusticia. Ruanda y unos pocos países más (entre los que destaca Nueva Zelanda) han demostrado que la herramienta más poderosa que tenemos en la lucha contra la COVID‑19 es la comunicación innovadora, inclusiva y con fundamento científico.

Laura Wotton is Communications, Marketing, and Public Relations Manager at the University of Global Health Equity. Agnes Binagwaho, Rwanda’s former minister of health, is Professor and Vice Chancellor of the University of Global Health Equity. Traducción: Esteban Flamini.

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