Esta semana hace exactamente 50 años, los húngaros se alzaron en rebelión contra la opresión comunista y cambiaron la faz de la historia occidental. Fue un desastroso gesto inútil y trágico, pero dio paso a nuevas tendencias que por vez primera desde el final de la II Guerra Mundial despertaron esperanzas de libertad en todo el Este de Europa.
Fue una rebelión que definió la evolución política e intelectual de la gente concienciada en todas partes y cambió para siempre la naturaleza del comunismo. El descontento con el Gobierno de Budapest empezó el 23 octubre -que ahora se celebra como fiesta nacional-, cuando los manifestantes se concentraron delante del edificio del Parlamento. La revuelta se extendió rápidamente por todo el país, el Gobierno cayó y los manifestantes lucharon contra la policía y las tropas. El nuevo Gobierno cometió la imprudencia de ceder a las demandas populares: disolvió la policía secreta, declaró su intención de retirarse del Pacto de Varsovia y prometió establecer de nuevo elecciones libres. La respuesta no se dejó esperar. El 4 de noviembre, una vasta fuerza soviética de 100.000 soldados y 4.500 tanques invadió Budapest, empleando artillería y fuerza aérea y matando a miles de civiles. El 10 de noviembre cesó la resistencia organizada y empezaron los arrestos masivos. En el levantamiento murieron unos 3.000 y se estima que 200.000 húngaros huyeron como refugiados. Los dirigentes reformistas fueron ejecutados o encarcelados. Fue el primer levantamiento importante contra la dictadura comunista, pero los países democráticos no pudieron intervenir por miedo a provocar otra guerra mundial. Las Naciones Unidas hicieron efectiva una investigación que todavía hoy es una de las mejores fuentes para entender lo sucedido. Estados Unidos, como de costumbre, se convirtió en el principal destino de los refugiados que huían de la opresión.
Hay muchas maneras de recordar los acontecimientos de aquellos días y este año los húngaros, tanto en casa como en el exilio, han patrocinado una multitud de eventos sobre el tema. Después de todas estas décadas, no todo son celebraciones. Las riñas políticas que persisten en Budapest, lo cual revela que los años de democracia no han conseguido acabar con varios problemas importantes, son a pesar de todo de poca importancia si las comparamos con lo que los húngaros dieron al mundo en 1956: un ejemplo de aspiración por la libertad.
Por primera vez en la historia de la televisión, vimos la destrucción de una estatua de un dictador, la de 18 metros de Stalin que el pueblo de Budapest demolió en 1956. Los húngaros también nos enseñaron cómo cuestionar las ideologías. Recuerdo que en Inglaterra seguíamos muy de cerca los acontecimientos en Europa central. Sobre todo los que sentíamos simpatía por el comunismo aprendimos muchas lecciones. El comunismo era una filosofía que nos hipnotizaba, y era difícil deshacerse de su hechizo. Sin embargo, el caso del periodista británico Peter Fryer nos muestra que el hechizo podía romperse. Como corresponsal en Budapest del periódico comunista The Daily Worker, Fryer informaba fielmente de la violenta represión del levantamiento, pero sus comunicaciones eran fuertemente censuradas. A su vuelta dimitió del periódico y un tiempo después fue expulsado del Partido Comunista.
Los partidos comunistas de Europa occidental, a pesar de su apoyo incondicional a la política de Moscú, estaban estremecidos hasta el alma por Hungría. En Italia, algunos líderes disidentes criticaron la invasión y provocaron una separación en el partido, que sufrió una baja de 200.000 miembros. En Francia, el partido perdió el apoyo de muchos intelectuales -Jean-Paul Sartre, Pablo Picasso y el historiador Emmanuel Le Roy Ladurie entre ellos-. En Inglaterra, uno de mis futuros colegas, el historiador E. P. Thompson, se hallaba entre el pequeño grupo de intelectuales que dejaron el partido en protesta.
El año 1956 condenó el comunismo como ideología liberal al vertedero de la Historia. Durante los siguientes años, una nueva forma de creencia comunista conocida como «eurocomunismo» -un intento de crear un modelo reformista de política comunista independiente del modelo soviético- empezó a desarrollarse y finalmente hizo mella en Francia, Italia y España. La reacción de España hacia Hungría nunca -que yo sepa- ha sido estudiada. Esto no cabe la menor duda que se debe a la hipocresía que reinaba en ambos lados del espectro político español. El Gobierno de Franco condenó la invasión soviética y no quiso tomar parte en los Juegos Olímpicos de Melbourne ese año por la participación comunista. Pero los comunistas españoles continuaron apoyando firmemente la línea soviética, ya que era de su interés hacerlo así. De manera que de un lado y del otro los españoles encontraron una satisfacción común en la invasión soviética.
Sin embargo, la hipocresía no era sólo de los comunistas. La conmemoración de la tragedia de Hungría nos da ocasión para recordar la hipocresía e infamia de las democracias occidentales, que vieron los acontecimientos de Budapest como la oportunidad para iniciar (1 de noviembre de 1956) una miserable y desastrosa guerra contra Egipto, con el intento de asegurarse el control del Canal de Suez. Recuerdo que los que en Inglaterra todavía estábamos aturdidos por el impacto de los acontecimientos en Budapest, difícilmente podíamos creer que Gran Bretaña y Francia, en colusión con Israel, habían enviado tropas hacia la zona del Canal. La agresión al Canal revelaba la quiebra moral de los regímenes occidentales que habían sido incapaces de -o desinteresados en- ayudar a los húngaros y sólo se preocupaban de conservar sus propios intereses económicos.
Es digno de recordar cómo un ministro de la Alemania Occidental, respondiendo a la ocupación soviética de Hungría, recomendaba a la gente de la Europa oriental que desistieran de «tomar una acción dramática que podría tener consecuencias desastrosas para ellos». En Occidente, los políticos estaban más interesados en Suez. Por suerte, el fracaso de la aventura francobritánica había tenido al menos una consecuencia positiva. Después de esto, las antiguas potencias coloniales que durante siglos habían pugnado por el domino del mundo limitaban sus horizontes y aceptaban que su futuro como naciones imperiales se había acabado. En este sentido, Suez marcaba el final de una etapa en la historia del imperialismo occidental. El imperialismo soviético, por supuesto, continuó sobreviviendo.
Uno de los resultados más impactantes de Budapest y Suez fue el surgimiento de Estados Unidos como un poder positivo para la paz. Los estadounidenses no pudieron ayudar a los húngaros porque temían el peligro de una guerra atómica con Rusia y porque sus servicios de espionaje no eran adecuados para hacer frente a lo que pasaba. Estados Unidos, por tanto, jugó en términos políticos un papel totalmente pasivo en 1956. Esa equivocación no se repitió. Desde ese momento, la diplomacia estadounidense se dio cuenta de que la pasividad sólo fomentaba la agresión soviética y la nación entró en una época distinta cuando activamente y con éxito iba en contra de cualquier amenaza importante soviética. La retirada de Gran Bretaña y Francia de su papel internacional también ayudó a que Estados Unidos se convirtiera en líder indiscutible de la democracia occidental, una posición que ha conservado con éxito indudable hasta el actual desatino de la intervención en Irak.
Este artículo empezó señalando que la revolución húngara fue un desastre y por supuesto en términos políticos lo fue. Hungría permaneció indolente bajo el control soviético durante una generación más. No sería hasta 1968 que el Kremlin fue puesto de nuevo a prueba, esta vez en Checoslovaquia. Pero después de aplastar la Primavera de Praga, una vez más usando tanques y derramando sangre, ningún otro movimiento popular significativo a favor de la libertad surgió en los países de la Europa oriental hasta la aparición de Solidaridad, el movimiento sindicalista polaco, en los años de 1980. Por entonces, la Unión Soviética estaba perdiendo el deseo de conservar su imperio, el comunismo había sido devorado por sus propios gusanos ideológicos y en una década la situación de Rusia dentro de la Europa oriental se colapsaba como un castillo de naipes. El que visita la Budapest de hoy y pasea lentamente junto al bello Danubio, caminando por los apacibles parques que bordean el río, bajo la sombra de la catedral, apenas percibirá ecos de aquellos 12 días fatídicos, cuando la libertad volvió a respirar por un corto rato y un pequeño y heroico pueblo resistió el poder de la tiranía que todavía controlaba Europa central.
Henry Kamen, historiador.