Con el cadáver de Franco a cuestas

“Cuando no se sabe o no se puede perdonar, hay que acudir al olvido” (Louis Charles Alfred de Musset).

Estas palabras que comienzo también pudieran titularse Agua pasada no mueve molino, una locución que el sabio refranero castellano recoge y que viene a significar que los muertos descansen como merezcan y los vivos crezcan en armonía.

El comentario viene a cuento de la nueva propuesta de exhumar el cadáver de Franco de la basílica del Valle de los Caídos y, de paso, según algún miembro de la ejecutiva del PSOE, revisar “los juicios del franquismo para que se declaren nulos de pleno derecho”. Se trata de iniciativas que aun cuando el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, ha dicho que se ejecutarán sin precipitaciones, en el fondo a lo que conducen es a desenterrar a los muertos y, lo que es peor, a reavivar, consciente o inconscientemente, un cainismo que creíamos superado desde la Transición, aquella obra política maestra que consistió en pasar de la dictadura a la democracia sin caer en el revanchismo ni enrojecer el paisaje.

¿Por qué esa obstinación de que la España de hoy camine sobre las cenizas de la Guerra Civil? El calendario es una máquina que no se cansa jamás y el recuerdo de aquella carnicería no es la vida, sino su espejismo y, en consecuencia, una inservible herramienta política. Lo pasado, pasado está y de nada vale resucitar lo que ya es carne de archivo. Pretender rastrear en aquellos sucesos que bañaron a España en sangre y nos traumatizó a todos, me parece un síntoma grave, aunque más grave todavía resulta el diagnóstico, porque mucho me temo que el problema rebase los cauces históricos y los jurídicos –errados, ambos, sin duda–, para entrar en los de una mentalidad que no acaba de madurar.

Estoy con quienes sufren la historia, noble expresión acuñada por Albert Camus, y me opongo a quienes quieren reescribirla a base de brochazos desdichados y aun delirantes. En algún momento debemos decir ¡basta!, aunque todavía haya algunos que, por desgracia, piensen que nunca corrió bastante dolor en el que rebozarnos. Si el tiempo sirve para algo, es para reflexionar, para mirar adelante con sensatez y buen deseo de acierto; en una palabra, para progresar. Allá los nostálgicos con ademanes justicieros, pero, ante la guerra, llámese civil o incivil, en una cabeza sana no cabe ningún otro sentimiento que no sea la desolación y la náusea, a partes iguales. Afortunadamente somos muchos los que nos negamos a participar en la agria locura de hacer memoria de aquella media España contra la otra media y propugnamos enterrar de una puñetera vez esa calamidad que acabó hace ahora 77 años.

Franco murió hace ahora 42 años y medio y con él murieron también el franquismo y el antifranquismo, aunque las recientes sugerencias y reticentes actitudes que comento quizá pudieran llevar a sostener lo contrario. Particularmente creo que se trata de meras apariencias y algunas añoranzas, pero tampoco ignoro que la política no se mueve en el mundo de los espectros y que de la lucha contra los fantasmas a la caza de brujas no hay más que un paso. A estas alturas, enzarzarse en una discusión sobre el cambio de calles del franquismo o plantearse la reapertura de fosas sólo contribuye a reabrir llagas y a enconar viejos resentimientos. De Franco casi nadie habla, ni para bien ni para mal, pues son otros los temas que ocupan la cabeza y el corazón de los españoles. Un desfile de reliquias no cabe en una sociedad que aspira a tener conciencia de su realidad cotidiana.

Hay algo, sin embargo, sobre lo que los españoles –no todos, pero sí los que vivimos, con más o menos años, en el franquismo– deberíamos, primero, meditar con sinceridad y, después, expresar sin miedo. Me refiero a que los 40 años de poder absoluto de Franco hicieron franquistas, o colorearon de franquismo, a la mayoría de los españoles de entonces. Entiéndaseme bien. No digo que todos o casi todos los españoles llegaran a ser partidarios del general Franco y adeptos a su régimen, pero sí que esos años de gobierno autoritario de Franco imprimieron sobre los españoles una huella de la que muy pocos pudieron escapar. Carlos Semprún Maura lo describe en sus memorias: “Cuando Carrillo en 1954 me envió clandestinamente a España me di cuenta de que la mayoría de los españoles eran franquistas”. Los pueblos imitan siempre al que manda y en las cuatro décadas de gobierno autocrático, Franco marcó tan profundamente a los españoles que hasta los antifranquistas parecían franquistas e incluso siguieron pareciéndolo tras su muerte.

La política no es más que el arte de encauzar la inercia de la historia, nunca el muro desde el que se intenta frenar la marcha de un pueblo. La frase es vieja, tanto como el axioma de que mirar demasiado al pasado conduce al estancamiento. Digo esto porque, muerto Franco, fueron muchos los españoles que no apostaron por una ruptura con traca final sino por el cambio inteligente. Recuérdese que la democracia la trajeron un rey designado por Franco y un gobierno franquista y que fueron esos franquistas los que legalizaron a los comunistas para que España viviera en concordia. Ésta es la pura verdad; una verdad en cuyo honor algunos socialistas reconocen que su papel en la transición fue más bien testimonial, quizá porque buen número de ellos o sus padres procedían del franquismo o estaban en deuda con el régimen.

Para Nicolás Redondo –el más joven de los dos– escarbar en la Historia es un peligro y recomienda “alejarnos lo más rápidamente posible de aquella España negra que creíamos olvidada”. Lo malo de cierto sector de la izquierda, afortunadamente minoritario, es la propensión a exhumar cadáveres y el gusto por excitar las pasiones más vanas. Es verdad que al ser humano le encanta aplastar la ira propia sobre cabeza ajena, pero alimentar el ánimo de venganza es tan insensato como estúpido. Para mí tengo que las heridas no se restañan con fuegos artificiales, como los que algunos preconizan. Nunca es saludable atizar la pira donde ardieron tantos inocentes. Menos en una España moderna como la que vivimos.

Es hora ya de borrar esas tres palabras amargas: Guerra Civil Española. Yo hace muchos años que las tengo suprimidas de mi vocabulario y de mi pensamiento. Nuestra guerra civil fue una enfermedad, más bien, una epidemia, cuyo recuerdo no alimenta sino que debilita. Neguémonos a reescribir las páginas de aquel tiempo enloquecido en el que los españoles, rojos y nacionales, se mataron entre sí vilmente y con las técnicas más dispares y disparatadas. El olvido, pasado ya un más que prudente plazo, puede que sea la terapia más recomendable. No se trata de volver la espalda a la Historia, sino de asumirla y digerirla consciente y serenamente. En política quien mira para atrás y a destiempo acaba convirtiéndose en estatua de sal, como la mujer de Lot. Lo decía Pedro G. Cuartango anteayer: “si realmente los socialistas quieren mantener la memoria histórica, lo mejor que podrían hacer es dejar a los muertos en su tumba y conservar el Valle de los Caídos tal y como está sin caer en la tentación de construir un pastiche que siempre será artificial”.

Lo malo no son los muertos en las fosas, sino los vivos paseándonos con los cadáveres a cuestas o debajo del brazo. Y que cada uno haga examen de conciencia.

Javier Gómez de Liaño es abogado y consejero de EL ESPAÑOL.

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