Con el corazón temblando

Ha sido común interpretar las últimas semanas políticas en Andalucía como laboratorio de alianzas. Es imposible resistirse a hacerlo así, pero también lo es resistirse a hacerlo desde la evidencia de estar viviendo un cambio de ciclo histórico que refleja el relevo generacional, que acumula nuevas exigencias democráticas antes latentes y ahora clamorosas y que, por fin, aspira a cuajar sin traumatismos ni rupturas un reset democrático que tranquilice a amplias capas sociales hoy muy alarmadas.

Entre los más alarmados están quienes han crecido en democracia desde siempre y que no sintieron el desencanto de un régimen sino que asistieron a la depauperación progresiva y a veces descarnada de las instituciones simbólicamente más representativas. La monarquía ha logrado vencer el declive con un cambio de cabeza y estilo, de tono y aptitudes y, sin embargo, no parece que la reforma de las instituciones responsables de la sensación de desahucio democrático de los últimos años esté en la agenda visible, fuerte, audible, de los partidos clásicos y ni siquiera de los partidos emergentes. Más allá de las declaraciones para frenar la rotación de las puertas giratorias o de la despolitización de los tribunales, las medidas concretas y comprometidas para dotar de renovada credibilidad al Estado carecen del protagonismo que podía esperarse.

De ahí que el impasse andaluz de hoy lo tiña todo del color de un cobre gastado. Hay algo que tiene una patente semilla de premonición inquietante. A falta de ocho diputados para la mayoría absoluta, Susana Díaz obtuvo un resultado ganador pero insuficiente. Quizá prepotente, quizá demasiado confiada, quizá impulsada por la euforia, sus declaraciones iniciales no cuadraban con quien necesitaba la abstención, al menos, de un buen puñado de diputados para garantizar la investidura. Su adelanto electoral fue leído como netamente oportunista, además de desleal sin contemplaciones con Izquierda Unida, y algo de penitencia política pueden estar teniendo sus dificultades actuales.

La inquietud reside sobre todo en el papel que están jugando los dos partidos insuficientemente cortejados por Susana Díaz, Podemos y Ciudadanos. En Podemos, con 15 diputados, prevalece la defensa de los tres requisitos que esgrimieron muy temprano, y que atañen a su propósito regenerador. Y algo parecido puede decirse de Ciudadanos.

Pero inconfundiblemente regresa un aroma a tacticismo calculador, mientras ambos partidos emergentes evalúan los riesgos de la abstención. Prevalece en apariencia el interés cortoplacista, legítimo y hasta comprensible, pero fuera de lo esperable en dos de los motores regeneradores porque lo están haciendo a costa de contrariar flagrantemente sus ansias de renovación democrática. La emergencia social de una población de ocho millones de ciudadanos con índices de paro juvenil y adulto que se salen del mapa, con una desprotección abrumadora, con porcentajes letales de desamparo social, con números inaceptables de desahucios y de población protegida por una red asistencial de emergencia, más un etcétera de angustias incontables, parece disuelta en el éter de la espera apacible a que alguien ceda por fin por un lado o por el otro.

Y eso incluye el riesgo de una nueva convocatoria que aplazaría un poco más las cosas. Cabe pensar que del mismo modo que el votante emergente podría penalizar el acuerdo con Susana Díaz, puede penalizar también el tacticismo de partido con prácticas tradicionales de política de partido. La legitimidad del regateo y la presión sobre Susana Díaz pueden llevarse por delante parte del crédito de formaciones que han situado al frente de sus exigencias el bien común y la erradicación de prácticas partidistas nocivas. Y, sin embargo, el tira y afloja, las declaraciones indirectas y las insinuaciones de acuerdo, describen arriesgados funambulismos para dos formaciones que han exhibido una y otra vez su vocación refundadora y han defendido con arrogancia el propósito de enmienda que otros parecen ya incapacitados para acometer.

Pero algo no cuadra en estas últimas semanas, como si la proximidad del poder hiciese menos estimulante o apetecible la cultura del pacto y como si la lógica del bien común se disolviese ante la cercanía de una cuota de representación parlamentaria no solo testimonial. Como primer ensayo de laboratorio en el año de la regeneración, deja con el corazón temblando, al menos de momento.

Jordi Gracia es profesor y ensayista.

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