Con el Rey

No es la primera vez en nuestra Historia en que la traición viene de arriba. Pero casi nadie quiere darse por enterado, entre la irresponsabilidad de los políticos –que se niegan a ver la inminencia del choque y siguen a lo suyo: cargos, enchufes, comisiones– y la frivolidad de gran parte de españoles. No se trata sólo de asumir riesgos, sino de al menos verlos. Hasta la palabra «traición» suscita tiernos mohines de estupor, cuando no muecas irónicas. También se decía «España se rompe» –en los tiempos del inolvidable Rodríguez– … y España no se rompió, bromea sarcástica la infantería socialista, la que nunca trincará nada porque a nada la convidan, pero que se resarce aperreando al vecino, al cuñado o al sursum corda: sólo les importa llevar razón. O eso creen.

Y es en balde explicarles que si se rompe la unidad de jurisdicción, se acabó España: las legiones de tertulianos gubernamentales y podemitas ya andan sugiriéndolo, en el marco del «diálogo». Es decir, no se podría ni haber encausado a Junqueras, Puigdemont y toda la panda, por poco que haya servido el juicio. No tardarían ni dos semanas en pasar de la situación de iure a la de facto en la proclamación de la independencia, con la misma impunidad a que están acostumbrados desde 1976, bien consentidos, mimados y alimentados por todos los gobiernos centrales. No oigo a nadie pedir cuentas a quienes signaron y rubricaron el pufo vasco –aunque «loss vascoss y lass vascass siguen con gran cabreo», nos perdona la vida el PNV–, porque los gobernantes de entonces, lo mismo que el doctor Sánchez, también querían permanecer en Moncloa y cortaban el paño por la parte más débil, la de quienes no amenazaban ni mataban; ni se exigen responsabilidades por haber entregado el control de las prisiones a los que llevan más de un siglo de deslealtad continua hacia España; o por haberles regalado una Policía que, irremisiblemente, habría de convertirse en policía política al servicio de los separatistas. ¿O es que no lo sabían? Había que ser muy lerdo o muy escapista para no verlo. Perenne trato de favor hacia Cataluña y el País Vasco, en detrimento de casi todos los demás, fijo idéntico odio a cambio. Desde el tiempo de la Restauración del XIX todos los gobiernos y regímenes han insistido en la misma jaimitada: intentar contentar a quien no se contenta con nada y nos considera bestias con aspecto humano – asegura un superhombre que, al parecer, no tiene espejos en su casa–, y a otros similares.

Con el ReyYa no estamos para amenas diatribas y charletas entre republicanos platónicos y monárquicos prácticos (o viceversa). Llegados al punto actual de desmoralización de la sociedad y desprestigio de la política (ganado a pulso: dejen de llorar), la única institución del Estado que nos queda a los españoles como garante de las libertades, la estabilidad y la unidad nacional es la Corona, personificada en Don Felipe, cuando las otras (los famosos tres poderes) se aprestan para la almoneda que viene, cómplices del enemigo, remoloneando o queriendo ascender. Porque, como agudamente subrayó el Tribunal Supremo, en nuestro país, prodigio del Universo, cualquier maniobra, hasta delictiva, puede ser ensoñación. Y así supimos que cuanto contemplamos en directo por televisión (una asamblea regional cometiendo el máximo delito a su alcance) era puro embeleco, amable trapisonda de románticos gamberros con sentido del humor.

Se ha dicho muchas veces pero no huelga repetirlo: el 3 de octubre de 2017 Don Felipe se ganó el respeto y el corazón de muchos españoles que podían albergar dudas o reticencias contra la institución, por inercia, rutina, sentimentalismo de beatas republicanistas que, de hecho, saben muy poco sobre la II República. El Rey no sólo cubrió el inmenso vacío que estaba dejando un Gobierno tembloroso y desaparecido, logró algo más importante: consiguió que, por fin, en muchos años, una gran cantidad de españoles se sintieran representados y amparados por alguien. Por eso, nunca me he visto más solidario y cercano a un mandatario que en la presencia de Don Felipe en las marchas de las Ramblas en condena del terrorismo islamista, sendas encerronas urdidas por dos gobiernos con objetivos aparentemente dispares pero con un resultado común: dar la cencerrada al Jefe del Estado de España, el Rey, por abrigar el impulso humano de sumarse al duelo y repulsa contra los asesinos, o sea ponerse a tiro de la chusma, que dejó bien clara su categoría moral y cultural, al aprovechar una circunstancia luctuosa para verter su inmenso tesoro de odio, tantos años guardado tras la máscara de la gloriosa Transición.

Jamás pude creerme la patraña de la reconciliación de la izquierda porque yo estaba allí, en aquellos años (muchos), y oía y veía y observaba a las gentes que me rodeaban, los de abajo, no los diputados de su padre y de su madre que apañan sabrosos negocietes inmobiliarios en Levante: Fulano con Zutano, Mengano con Perengano, toda la sopa de letras mal educadas y zafias que asfixian las Cortes. Rodríguez sólo hizo aflorar algo que ya estaba, por bajo de la retórica buenista, de lo contrario habría sido imposible extraer lo que no había, de repente. La opinión se puede modelar/manipular, pero eso lleva tiempo: detrás de Cataluña, ahí va el veneno antiespañol arraigando y prosperando (con dinero del Estado) por Valencia y Baleares. Mientras la derecha política –clarividente y valerosa como es– se apuntaba a cualquier homenaje a Santiago Carrillo o a las manifestaciones localistas más cazurras y catetas en Andalucía, Asturias, Galicia o etcétera, para marcar territorio como autonomistas, modernos, apóstoles de «la gestión», sin más ideología ni ideas que aquellas que imponen la izquierda y los separatistas. Después nos zahieren por no votarles.

El Estado de las Autonomías no da más de sí y estamos rascando el fondo de la olla, así pues si la solución que viene es el Frente Popular, poco y mal disfrazado de democrático, a España le esperan días muy amargos, por la desvergüenza de algunos y la inhibición de los más. Pero si hay que definirse, prefiero mil veces la monarquía de Don Felipe antes que la república del Doctor Sánchez o del Iglesias, el de hogaño o el de antaño. Y no cuenten que hay otras alternativas, porque no las hay.

Serafín Fanjul es miembro de la Real Academia de la Historia.

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