Con estos bueyes tendremos que arar

El conflicto catalán lleva ya muchos años -como mínimo desde la sentencia del Tribunal Constitucional del 2010- sin que la política con mayúsculas, con más voluntad de entendimiento que de confrontación, haya logrado imponerse. Sería falso -y más grave, inútil- cargar a una de las partes con toda la responsabilidad. Pero es indudable que las resoluciones del Parlament de septiembre del 2017, anulando la Constitución, el Estatut e intentando crear una nueva legislación catalana, supusieron un irresponsable salto al vacío.

Catalunya -lo corrobora una reciente encuesta de este diario- no ha mejorado en los dos últimos años y la sentencia conocida este lunes no resolverá el problema. Lo ha dicho bien el Barça, “la prisión no es la solución” y la sentencia no será bien acogida por una parte relevante de la sociedad catalana -no solo la independentista- porque las penas de prisión son duras y excesivas. Condenar a los representantes del 47% del electorado catalán a penas de entre 9 y 13 años de prisión inevitablemente generará tensiones y protestas. Debería servir, como mínimo, para levantar acta de que a la solución del problema no se llegará por la vía penal, sino a través del diálogo y la negociación. La protesta contra la sentencia es legítima, pero para no agravar la situación las instituciones catalanas no deberían caer -como pasó en el 2017- en la ilegalidad. Y los manifestantes ser conscientes de que no se debe alterar la convivencia ciudadana. Solo así la protesta podrá cerrar una etapa de confrontación y caminar hacia otra de diálogo.

No todo en la sentencia es negativo

Además, no todo en la sentencia es negativo. El independentismo no está satisfecho, pero los que en el otro lado afirmaban que los políticos enjuiciados eran golpistas tampoco están contentos. Los magistrados concluyen que no hubo rebelión por la ausencia de violencia. Y lo hacen por unanimidad. Así los que sostenían la teoría del golpe de Estado y querían demonizar al soberanismo ven desautorizadas buena parte de sus tesis. Y la sentencia abre interrogantes. Los acusados fueron mantenidos en prisión incondicional e inhabilitados al estar acusados de rebelión y al final el Supremo dice que no hubo rebelión. Y las duras críticas al tribunal alemán que no entregó a Puigdemont al no apreciar rebelión parecen poco sólidas.

Pero quizá lo principal es que los magistrados no aceptan la petición de la fiscalía -que pretendía ejemplaridad- de que los condenados no puedan acogerse a los beneficios penitenciarios hasta haber cubierto la mitad de la condena. Al contrario, este reglamento fija un periodo de un cuarto de la pena. Así algunos condenados -no todos- podrían pasar a estar en prisión atenuada o semilibertad dentro de pocos meses. Y para ello no haría falta ningún favor político sino la aplicación del reglamento penitenciario.

Está claro que la sentencia no es el fin del problema y que la solución solo puede venir de un diálogo que respete el Estado de derecho. Y que respete también a los que interpretan de otra manera la realidad catalana y española.

Esta solución no es factible hoy en campaña electoral y con un Gobierno en funciones. Y quizá tampoco hasta después de unas necesarias elecciones catalanas. La clarificación parece un obligado paso previo.

Pero todos deben ser conscientes de que la realidad es la que es, no la deseable. Los soberanistas se equivocaron al violar la legalidad a finales del 2017, pero luego revalidaron su mayoría parlamentaria. Y las encuestas no detectan grandes cambios. El independentismo no puede ser pues borrado del mapa.

La sentencia del Supremo puede no gustar a muchos, pero debe ser acatada -lo que no excluye la protesta sin violar la ley ni alterar la convivencia- porque es lo que sucede en un Estado de derecho.

Catalunya está partida en dos

Así hay una realidad que no solo es jurídica sino también fáctica. No hay solución sin respeto a la ley, ni sin respeto a lo que piensan los otros, los contrarios. Las sociedades son plurales y Catalunya está partida en dos. Pedro Sánchez dice que el independentismo ha fracasado porque, dos años después, a la independencia ni se la ve ni se la espera. Vale, pero el independentismo sigue teniendo mayoría parlamentaria. Sin un diálogo y una negociación que se encuadre tanto en el respeto a la ley como en el reconocimiento de las realidades será imposible alcanzar una solución. Y tras nueve largos años Catalunya no puede seguir inmersa en un conflicto estéril.

Conviene pues concluir que con estos bueyes -tal como son y no como querríamos- tendremos que arar.

Joan Tapia, periodista.

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