Con la Corona en Barcelona

Les será difícil olvidar la tarde del 4 de noviembre de 2019 y la mañana del 9 de octubre pasado en Barcelona. Aquélla como ésta, son experiencias de contrastes extremos. El caos, la brutalidad, la rabia y la indefensión en la calle. El orden, la belleza, la paz, la emoción, la cultura, en el interior.

Las libertades de expresión e ideológica, y los derechos de manifestación y reunión puestos a prueba. La concurrencia democrática de la discrepancia, pacíficamente expresada, puesta a prueba. El Estado de Derecho y su efectiva realización en el espacio público, como encuentro de la comunidad de ciudadanos libres, puesto a prueba. La civilización occidental puesta a prueba. En Cataluña y Barcelona en particular -me confiesan-, se vive una situación muy triste desde hace años. Pero ninguno de los que son y están allí del lado de la Corona se arredra, ni vacila, ni insulta.

4 de noviembre de 2019. Sus Majestades los Reyes, y Sus Altezas Reales la Princesa de Asturias y de Gerona, y la Infanta Sofía viajan a la Ciudad Condal con motivo de la entrega de los Premios Princesa de Gerona.

El taxi se detiene a la altura del cuartel del Bruc por orden policial. Los «mossos» ya no permiten avanzar. Les preguntan cómo deben proceder. No tendrán -les dicen- ningún problema para atravesar el grupo de ruidosos manifestantes. Les insisten en la seguridad de sus indicaciones y, sonrientes, les amonestan con que no se preocupen tanto. No están convencidos del todo, pero no insisten. Se dirigen hacia un lateral de la concentración, sorteando a los asistentes. El traje y la corbata los delatan. Pese a lo que les han dicho, comienzan los insultos, los empujones, los gritos histéricos, las risas burlonas incesantes. Lo más suave es la ya habitual increpación de «feixista». Una agobiante masa de cuerpos con brazos levantados, con silbatos y cacerolas desaforados, como arenas movedizas que les impiden el acceso hasta la barrera de seguridad.

Avistan a otras personas con vestimenta similar, también, acosadas y agredidas. No hay duda, conviene salir de esa masa violenta. Un abuelo enloquecido se les pega durante unos cien metros haciendo sonar un silbato infernal, hasta que uno de los leales se gira y, con gestos, le señala lo absurdo de su tabarra sónica. Le hace caso afortunadamente y se aleja triunfante. Los invitados zarandeados se reagrupan instintivamente sin saber qué hacer.

Desamparados por quienes los han de proteger -frustración, hartazgo, rabia contenidos-, bajo las miradas amenazadoras de los supuestos revolucionarios de la sonrisa. Los abuelos y tiets «procesistas» de rostros desencajados son los más agresivos. A distancia, jóvenes antisistema sostienen pancartas, que agitan con desgana, más atentos al disfrute del consumo de sustancias que humean. En el Real Club de Polo, les indican otra entrada al palacio de Congresos. Veinte minutos después, alcanzan los controles de la Policía Nacional, que les ofrecen amables disculpas.

En el interior, el acto de entrega de premios y las conversaciones los consuelan y los reconcilian con la humanidad. Por los admirables jóvenes premiados durante diez años; por los asistentes, con quienes intercambian palabras llenas de libertad, buen gusto, educación, simpatía, cultura, fraternidad. La tarde culmina con los atronadores aplausos de desagravio a los Reyes, la Princesa y la Infanta y, sobre todo, tras las palabras de la Princesa de Gerona, que los emociona por su catalán perfecto, su dominio de la situación y su encanto. Como colofón, el saludo al Rey, a quien agradecen su apoyo y presencia.

9 de octubre de 2020. Ha pasado casi un año. Su Majestad el Rey vuelve a Barcelona para entregar los premios de la «New Economy Week».

Por orden de la autoridad, el espacio público abierto queda reducido al Pla del Palau-Marqués de Argentera. A un policía autonómico, que los atiende cuando le exponen que van a recibir al Rey, lo increpan los separatistas; porque les habla en español. Piensan en que es funcionario y le sugieren que les hable en catalán, ante la posibilidad de que le pidan el número de identificación para represaliarlo. Así siguen las cosas por allí.

Mientras, se les suman conocidos con banderas españolas. Los independentistas, efervescentes, entran en primera combustión. Arranca la ristra estándar de insultos (fachas, «feixistas», hijos de puta, etc.). Agentes de la Policía Nacional les piden que no provoquen, que no caldeen el ambiente; porque puede haber incidentes graves. Desconcierto, perplejidad y tristeza. ¿Cómo? ¿El agredido es el culpable? Así están las cosas. Les responden serena, natural, lógica y constitucionalmente que no puede ser, ni es una provocación mostrar la bandera de su país, España, en su país, España.

Extienden la pancarta «España os quiere» y los separatistas entran en segunda combustión. Sobre los insultos, les lanzan agua, escupitajos y objetos, les dan empujones, les disparan sus aerosoles negros. Policías de paisano actúan raudos y evitan las seguras e inminentes agresiones físicas. Se despliegan los antidisturbios para alejar a los independentistas. Menos mal, las Fuerzas del Orden público siguen protegiendo al agredido. El feroz acoso vuelve cuando regresan a sus casas.

Más de la mitad de los catalanes llevan padeciendo el «apartheid» separatista y de sus compañeros de viaje desde hace muchos años, quizás tantos como la vida de la Constitución. En el último decenio, se han agravado las constantes amenazas y presiones hasta extremos insoportables, y no solo para las personas comunes, encarceladas en el silencio del maltratador, sino para aquellas que gozan de gran personalidad y valor, y han dado y dan la cara por la Constitución y la Monarquía Parlamentaria, que es decir los derechos humanos, la libertad y la democracia. Esto debe cambiar; todo tiene un límite. Los perseguidos y oprimidos del independentismo y el «podemismo», cualquiera que sea su ideología, son héroes cívicos.

En aquella tarde y aquella mañana de contrastes, lo fueron mis amigos. Lealtad indubitada, practicada, esperanzada a la Corona y a los valores de concordia, encuentro y unión en la diversidad que encarna. Lo son por igual todos los que resisten sin arredrarse, ni vacilar, ni insultar a sus injustos odiadores. Mis amigos y conciudadanos -también suyos, lector- fueron, han sido y son unos valientes, y se quedan con la mejor parte y con las siempre acertadas palabras del Rey Don Felipe VI, Conde de Barcelona: «Cataluña es una realidad en la que no pueden tener cabida ni la violencia, ni la intolerancia ni el desprecio a los derechos y libertades de los demás».

Daniel Berzosa es profesor de Derecho Constitucional, abogado y miembro de la Asociación Real Española.

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