Con la Iglesia hemos topado

El Estado se equivoca al considerar que los obispos más extremistas representan una posición unívoca
El 2 de abril de 1931, Jueves Santo, el rey Alfonso XIII y la reina Victoria-Eugenia cumplieron un rito de la corte española. En presencia del nuncio, los grandes de España y el cuerpo diplomático, los reyes se arrodillaron para lavar los pies de 12 pobres. Doce días después, se derrumbó la monarquía.

El 14 de abril, un país que se había acostado monárquico se levantó republicano. Cuatro eran entonces los problemas que –según un esquema escolástico– tenía planteados España: el problema religioso, el militar, el agrario y el regional. Se trataba de cuatro manifestaciones de un único problema: el retraso de la implantación en España de las conquistas de la revolución liberal.

En efecto, al iniciarse el segundo tercio del siglo XX, tan solo se había ensayado en España el liberalismo económico, si bien con los límites de un país usufructuado –en palabras de Manuel Azaña– por “las familias acampadas sobre el Estado”. Estaban aún pendientes de implantación el liberalismo cultural y el liberalismo político. Prueba de ello es el férreo control que la Iglesia católica ejercía sobre la sociedad española, mediante los dos instrumentos en los que ha basado históricamente su hegemonía: el control de la educación y el control de la familia. De ahí que, aún ahora mismo, sean estos los dos campos en los que la Iglesia se enroca más fuertemente en defensa de los privilegios que han cimentado su primacía. Piénsese, por ejemplo, que la secularización del derecho de familia –es decir, la admisión sin trabas del matrimonio civil, así como de la separación y del divorcio– llegó a España en 1981, con dos siglos de retraso. Y, no hace demasiado, la admisión del matrimonio entre homosexuales –sobre cuya oportunidad puede discutirse– ha provocado la encendida repulsa de parte de la jerarquía eclesiástica, si bien es verdad que no toda la Iglesia española ha reaccionado igual.

Así sucedió tras el 14 de abril. En los primeros 20 días de la Segunda República se denunció el Concordato, se privó a los eclesiásticos del fuero personal, se suprimieron la enseñanza religiosa en las escuelas primarias y superiores y la representación de la Iglesia en el Consejo de Instrucción Pública, se prohibió el crucifijo en las escuelas, se secularizaron los cementerios, se prohibió a las autoridades civiles y al Ejército tomar parte con ca- rácter oficial en los actos religiosos, y se suprimieron los honores militares al Santísimo, así como la misa obligatoria en cuarteles y cárceles.

Pues bien,frente a esta avalancha, la respuesta de la Iglesia española no fue monolítica. Es cierto que el cardenal Segura se enrocó en defensa de la unión entre el trono y el altar como situación ideal, lo que implicaba una declaración de incompatibilidad con el nuevo régimen, a la que –en palabras de Gonzalo Redondo– “intentaba atraer a los católicos españoles, con lo que esto suponía de descalificación para los políticos republicanos”. Y también es verdad que abundaban entre el clero posiciones análogas. Como confesó el cardenal Tarancón al final de su vida: “Me acuerdo de las elecciones de 1931, y de que yo, metido como estaba en aquel ambiente, hacía política al mismo tiempo que religión sin darme cuenta”; una política que –según él– atribuía “todos los males de España a los manejos de la masonería, del judaísmo y del comunismo internacional (…) que querían terminar con la Iglesia”.

Pero desde dentro de la misma Iglesia surgió un movimiento distinto, que cristalizó en torno al cardenal Vidal i Barraquer, quien pasó, de hecho, a liderar a la jerarquía y a ostentar poderes especiales de la Santa Sede para negociar con la República. “Las opiniones de Vidal –escribe William J. Callahan– eran tan conservadoras como las de Segura. Veía el porvenir de España ‘oscuro y peligroso’ y temía la posibilidad de una revolución social. Tampoco era adverso a la restauración de la monarquía. Pero, a diferencia de Segura, era un realista que reconocía que la República iba a continuar y que era mejor que la Iglesia llegara a un acuerdo con ella”.

Fruto de este posibilismo eclesial fue el acuerdo reservado suscrito por el Estado y la Iglesia el 14 de septiembre de 1931 –aprobado por el Gobierno por 11 votos a favor y 1 en contra–, por el que se proponía conceder a la Iglesia un estatuto jurídico especial (como corporación de derecho público), se reconocía su derecho a proseguir sus actividades religiosas y de enseñanza, se acordaba negociar un nuevo modus vivendi con la Santa Sede para reemplazar el Concordato de 1851 –prescrito a efectos prácticos–, y se prometía respetar la existencia y propiedades de las órdenes religiosas. Piénsese, por último, que se llegó a este acuerdo pese a la jornada trágica del 11 de mayo de 1931, en la que ardieron decenas de edificios religiosos.

De lo que se deduce que constituye un error grave por parte del Estado radicalizar su enfrentamiento con la Iglesia, tomando la palabra de sus más extremosos pastores como si fuese expresión de una postura unívoca. Lejos de esto, siempre existe en el seno de la Iglesia un sector proclive al diá- logo, con el que hay que esforzarse en conectar y tender puentes de entendimiento. Así sucede ahora, después de la última manifestación multitudinaria celebrada en Madrid en defensa de la familia, convocada y desarrollada –dicho sea de paso– con pleno derecho a hacerlo. Aprovechar los excesos de algún orador como pretexto para una crítica global e impostada de la Iglesia es, más aún que una estupidez, un error. Y los errores, antes o después, se pagan.

Juan-José López Burniol, notario.