Con la victoria de Donald Trump, la ira ganó

La ira ganó, la rabia protestataria triunfó. Un millonario dudoso, que no paga impuestos desde hace veinte años, miente con todos los dientes, coquetea abiertamente con el racismo, la xenofobia y el sexismo, y que jamás ha ejercido el más mínimo mandato electivo o público, supo captarla. Magistralmente. El republicano Donald Trump se convertirá en el presidente número 45 de los Estados Unidos, y tomará posesión de la Casa Blanca en enero.

El país que eligió a Barack Obama en 2008 y en 2012, el primer afroamericano en la Casa Blanca, graduado de Harvard, acaba de consagrar presidente a un promotor inmobiliario que cuenta múltiples bancarrotas y que se felicita de sus “buenos” genes europeos. Este es el humor de los Estados Unidos, este es el sentimiento que se percibe en el conjunto de nuestros países occidentales. La demócrata Hillary Clinton no es la única que ha sido vencida en este escrutinio. Una ola protestataria sacude a las élites tradicionales de ambos lados del Atlántico. La elección de Donald Trump representa una gran conmoción, una fecha clave para las democracias occidentales. Como la caída del Muro de Berlín, como el 11 de septiembre del 2001, este evento abre la puerta a un nuevo mundo, cuyos contornos son todavía difíciles de distinguir pero una característica ya es certera: en este mundo, todo lo que tiene fama de ser imposible, o irrealista, se puede ahora contemplar.

Sean cuales sean las singularidades de cada país, el movimiento de ira se afianza en una critica difusa de la globalización que se basa en dos temas: el control de los flujos migratorios y las desigualdades de los ingresos. Esos son los dos temas por los que los británicos votaron en el Brexit. Trump había predicho que su elección sería un “Brexit a la enésima potencia”. Tenía razón. Es también una manera de decir que Europa no está para nada protegida frente al sismo que acaba de sacudir a Washington.

Ciertamente, el resultado de la elección del 8 de noviembre – los republicanos conservan el control del Congreso – es primero que nada un asunto estadounidense. El demócrata Obama acaba sus dos mandatos con un balance interno aceptable. Heredero de un desastre económico dejado por su predecesor republicano, George W. Bush, enderezó la situación : desempleo a menos de un 5%, crecimiento superior a la media europea, finanzas públicas en vías de consolidación, la seguridad social considerablemente ampliada, industria automóvil rescatada y tecnología de punta más emprendedora que nunca.

Una inteligencia política diabólica

Tan extraño como puede parecer en este día de triunfo para los republicanos, Barack Obama goza de una fuerte tasa de aprobación en la opinión estadounidense. Pero todo se desarrolló como si esos resultados y esos sondeos favorables no le hubieran dado la capacidad de asir lo que pasa en su país. Fracasó precisamente ahí donde más se le esperaba : reunir a un país dividido. No supo sanar las fracturas, ni las viejas – las de la raza, los negros no se movilizaron a favor de la Sra. Clinton – ni las nuevas, las que nacieron de las desigualdades crecientes ligadas a una globalización de los intercambios conducidos por la revolución tecnológica. Lúcido, él mismo había insinuado que este último desafío era el asunto de toda una generación, no de dos mandatos presidenciales.

En este contexto, el Sr. Trump mostró una inteligencia política diabólica. Primero contra su partido, y luego contra su adversaria demócrata, supo encarnar maravillosamente el hombre nuevo, el que no pertenece a una alcurnia política desacreditada por dos de las catástrofes que han marcado profundamente a los estadounidenses: el desastre iraquí y la crisis económico-financiera del 2008. Importa poco que ambas sean ampliamente el producto de la política de los republicanos.

Chivos expiatorios

Antes de Trump y Bernie Sanders, el derrotado contrincante de Hillary Clinton, nadie había sido el vocero de los marginados de la globalización. Nadie fue condenado por la devastación que vino de Wall Street. Nadie anticipó las consecuencias políticas de un tipo de crecimiento económico que pone en dificultad ampliamente a la clase media. Donald Trump lo hizo escogiendo tres chivos expiatorios: los inmigrantes, el libre comercio y las élites. También supo explotar el malestar de una población americana blanca que podría dejar de ser la mayoría ante la acumulación de las minorías étnicas.

Desgraciadamente para ella, la Sra. Clinton encarnaba perfectamente la quintaesencia de la élite política estadounidense tradicional. Con razón o no, tenía la imagen del statu quo, y eso que ella tenía el único programa realizable y sólido.

Las lecciones de este escrutinio son múltiples. Están dirigidas a los partidos de gobierno más tradicionales. Conciernen a una prensa y a encuestadores que, en su inmensa mayoría, no vieron venir la ola, y ya no saben tomar el pulso de la opinión. Estas lecciones son cuanto más imperiosas cuanto que los representantes de la ira protestataria, se trate de Trump o de sus clones europeos, no tienen la más mínima idea de la complejidad de los problemas por resolver. Venden ilusiones, comenzando por el estadounidense. Cultivan un simplismo reductor que puede convertirse en una amenaza para nuestras democracias. Vista desde París, la victoria de Trump, que llega después el Brexit, es una advertencia más. En el mundo que se abre con esta elección, todo es posible, hasta lo que cuesta todavía encarar: la toma del poder por un partido extremista.

Por Jérôme Fenoglio, Director de Le Monde. Traducido del francés por Florencia Valdés.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *