Con los medios hemos topado

En la democracia de masas la Monarquía encontró un inesperado apoyo a su prestigio en el nuevo carisma que la notoriedad, producida por los medios, presta.

Veamos, la comunicación es hoy un espectáculo comercial. Los medios construyen un escenario atractivo y apartado, pero siempre presente en la vida cotidiana. Habitado por actores que obtienen una suerte de carisma por su presencia pública, cuya celebridad atrae adhesión.

En realidad, la comunicación espectacular ha impuesto una nueva jerarquía social, en cuyo vértice se encuentran los que están aupados al escenario público. Las estrellas del cine, que abrieron el camino, los ídolos de la canción, del espectáculo y el deporte, algunos periodistas y los propios líderes políticos forman parte de esa especie de mitología de la “notoriedad” mediática. Este mecanismo ha facilitado las cosas a los monarcas parlamentarios. La pertenencia al mundo de los astros encumbrados por la celebridad genera aceptación de forma muy eficaz.

Pero, no se olvide, son los medios, los que elevan a esa condición y los que sostienen esa especie de consagración en la publicidad. Y a esta fórmula le es consustancial un intercambio. Los medios apoyan, fortalecen y mantienen a las personas que encarnan la realeza en la fascinación que induce la celebridad. El monarca parlamentario cede su imagen para un espectáculo mediático muy rentable. A ello sirven las bodas de los miembros de la familia real, los bautismos, entierros y funerales, con todo su fasto ceremonial. Es posible bajo esos parámetros una reciprocidad prolongada y fructífera.

Ahora bien, la propia dimensión espectacular —ergo comercial— de la comunicación plantea hoy problemas de peso a esa avenencia. En este sentido, cuanto más extremo y escandaloso sea material informativo, mejor.

Esa es la mecánica en la que se gestó todo el star system. Los primeros ídolos del cine se construyeron como tales por unas virtudes de belleza y carácter que les hacían encarnar arquetipos, estar fuera de lo común. Más tarde la imagen de las estrellas se transformó pues los industriales del cine comprendieron los mayores beneficios comerciales del realismo, de la síntesis good-bad, que se aplica tanto a los papeles vividos en la pantalla como a la vida privada, aireada por la publicidad. El intercambio entre los astros y los medios se acabó prolongando y alcanzando un espacio muy sustancioso en el acceso a unas vidas privadas, a veces tormentosas.

Pero este mecanismo, en el que se han aupado también las familias reales, se torna inquietante para estas. La práctica de un cierto voyeurismo masivo, puede ampliar la notoriedad, pero con un magno efecto negativo: la ruptura de una imagen simbólica muy necesaria también para su aceptación, como lo es la de encarnar los valores comúnmente queridos. Lo convergente es al tiempo conflictivo: la mercancía informativa escandalosa provoca la mirada generalizada y la venta, pero también el rechazo, la desafección. Acordémonos del affaire del actual heredero británico al trono.

La realidad española siempre sorprende. Aquí el espectáculo del escándalo no ha surgido por algún galanteo, algo más previsible. Ha surgido por un tema que nos desazona mucho más: las supuestas y presuntas irregularidades con que actuaba el entramado empresarial del yerno del Rey.

Aquí los valores de ejemplaridad, sobre los que asiente su notoriedad la Monarquía se han hecho cisco. No caben romanticismos que revistan el escándalo de un cierto encanto hacia el público, como ocurrió con Diana de Gales. La cosa tiene muy difícil solución: la fuerza mediática que conducía al carisma de la notoriedad tira ahora hacia el desprestigio. Y de qué manera. Si se agotan las reservas de legitimidad nos podríamos encontrar ante a una situación de vértigo.

Es evidente que en momentos de tribulaciones no deben hacerse cambios. Pero deshacer este efecto boomerang va a ser verdaderamente complicado. Pues solo el sentido de la responsabilidad de los creadores de la notoriedad, los medios de comunicación, puede parar esta debacle. La amenaza del “amarillismo” irresponsable no es poca cosa.

Lo primero es el derecho a ser informados. En un caso en el que, por supuesto, presunción de inocencia aparte, debe primar la máxima democrática de la transparencia. Cuya activación es la primera función de los medios.

Pero no deben pagar justos por pecadores. La prudencia obliga a establecer un cortafuego que disocie la institución de sus miembros, eventualmente involucrados en escándalos. Es imprescindible evitar que la culpabilidad de uno arrastre a una institución que ha contribuido al equilibrio en la democracia de un país como el nuestro, tan difícil de gobernar. Sería triste que se desperdiciara la sensatez y contención demostradas por el príncipe heredero, que es quién marca el futuro.

Pero, aun sorteado el actual escollo, la Monarquía se va encontrar siempre con una compleja precariedad. Solo una ejemplaridad exquisita impediría en el futuro esa reversión del carisma. Pero eso es muy difícil de garantizar en una familia hecha de humanos, al fin y al cabo. Se podría tratar de limitar su perfil mediático, de apartarla del escenario comunicacional. Pero la huida de la notoriedad mediática por temor a nuevos annus horribilis, su alejamiento de la empatía mediática: ¿no terminaría por destruir la base de su arraigo popular?

Por Alberto Oliet Palá, catedrático de Ciencia Política.

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