Con menos de dos euros al día

Egipto. Un millón de kilómetros cuadrados. Ochenta millones de habitantes. Más de la mitad de su población vive con menos de dos euros al día. Sistema republicano adulterado. Dictadura feroz. El 4 de junio del 2009, Barack Obama visitó oficialmente ese país, uno de sus principales aliados en la zona. Y algo de lo que ha pasado este fin de semana histórico en Egipto, con la caída de Hosni Mubarak tras tres décadas de poder absoluto, consentido, por cierto, por Occidente, debió intuir el presidente de EEUU cuando, desde el mismo El Cairo, lanzó al mundo árabe un mensaje en defensa de la democracia, la libertad y la dignidad de las personas. «Los gobiernos que defienden los derechos humanos son más estables, tienen más éxito y son más seguros», dijo.

Fue un mensaje atrevido, teniendo en cuenta que iba dirigido a esa veintena de países que forman la Liga Árabe y donde ni uno solo de sus miembros se parece ni por asomo a una democracia homologable a cualquiera de las occidentales. Ese mensaje se perdió aparentemente en el éter arábigo. No se volvió a hablar de democracia, ni de transiciones pacificas. Se impuso un silencio mortal, fruto de esa hipocresía de las relaciones internacionales, donde los intereses estratégicos militares y económicos priman más que el respeto a los derechos humanos.

Pero el mensaje no cayó en saco roto, ante la más que probable incredulidad del propio Obama. Al final, casi dos años después de ese discurso, por sorpresa, sin planificaciones previas, el pueblo egipcio, y solo el pueblo egipcio, sin líderes a la cabeza que les arengaran, harto y desesperado de su extrema pobreza y de la falta de libertades, ha logrado, con sus revueltas populares, pacíficas y tenaces, derrocar al dictador. Y Occidente, que intuyó el principio del fin de esta historia, se ha apresurado a proclamar la necesidad de una transición de Egipto hacia la democracia, expiando así su torpeza de haber patrocinado durante décadas un régimen detestable bajo la excusa de su papel de contención del terrorismo yihadista.

EEUU y Europa ya no pueden dar la espalda a esta revolución, que ojalá sea pacífica, y tienen ahora mismo una enorme responsabilidad con el país de las pirámides y con el mundo árabe en general. Tienen que apoyar sin recelos, y no solo por el papel estratégico mundial del canal de Suez, el camino que conduce de una dictadura déspotica a una democracia real. No será fácil. No olvidemos que Egipto, pese a lo sucedido, sigue siendo una dictadura militar que funciona ininterrumpidamente desde la caída, en 1952, del último monarca títere de los británicos. Y Mubarak ha encabezado tres décadas caracterizadas por una brutal esterilización de cualquier disidencia política o ideológica.

La persona que ha tomado ahora las riendas del Ejército y responsable, en teoría, de encauzar la supuesta transición hacia un sistema democrático es el general Tantaui, un íntimo colaborador de Mubarak y, por tanto, corresponsable del potente aparato represivo del Estado autocrático egipcio. Bien es cierto que durante las revueltas populares ha actuado con suma inteligencia, aparentando entender las exigencias del pueblo.

Ese papel predominante del Ejército egipcio, acostumbrado a tutelar el país en todos sus ámbitos, junto a la castración política que ha conducido a la casi total desarticulación de la sociedad civil, dificultará cualquier salida pactada. Pero, sea como sea, Egipto requiere una revolución tranquila, una transición democrática que pasa indefectiblemente por la unidad de todos los opositores, desde los seguidores del premio Nobel de la Paz Mohamed El Baradei hasta los Hermanos Musulmanes. Entre todos -incluidos los militares- necesitan tejer una nueva sociedad que sirva de referencia a todo el mundo árabe. Los egipcios, naturalmente, pueden conseguirlo y todos esos países civilizados que han transigido injustificadamente con las dictaduras árabes durante ya demasiado tiempo deben ayudar.

Occidente tiene que hacer esta vez muy bien sus tareas, porque la mecha que se prendió en Túnez, con la desesperada inmolación de un vendedor ambulante, es más que probable que incendie todo el mundo árabe -22 países- y que se propague desde el vecino Egipto a toda la región MENA (según sus siglas en inglés) integrada por el norte de África y Oriente Medio. Los 350 millones de árabes no solo no han podido cosechar los beneficios de la globalización, sino que se enfrentan a una forzada modernización plagada de complicados retos.

Un estudio del Fondo Monetario Internacional (FMI) pone en cifras la magnitud del esfuerzo que MENA tiene que realizar antes del 2020: crear 18 millones de nuevos empleos, cosa que solo será posible con un crecimiento económico elevado y sostenible y un aumento del nivel de renta. Como he escrito al principio, solo en Egipto, la mitad de la población, unos 40 millones de personas, sobrevive con menos de dos euros diarios. En muchos países árabes la situación es peor. Al final, todo se entiende.

Por Miguel Ángel Liso, periodista.

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