Con minifaldas y a lo loco

Durante estas últimas semanas hemos visto cómo varios anuncios publicitarios presentaban determinadas imágenes de mujeres basadas en su estética y en actitudes vitales relacionadas con ella, dirigidas a llamar la atención de chicos y chicas como reclamo para acudir a fiestas. La subasta de adolescentes en Granada, el uniforme colegial en Málaga, las fiestas de la minifalda por todos los rincones o el control por medio de la sexualidad en Almería, entre otros muchos anuncios que empapelan los muros de nuestras calles, juegan con un componente de la identidad de hombres y mujeres esencial en la socialización: el reconocimiento intersubjetivo.

Hombres y mujeres son más valorados y se sienten más reforzados según sean apreciados por el entorno de relación, algo comprensible, pero que se distorsiona cuando el reconocimiento se centra en aquellos elementos que culturalmente han sido tomados como referencias para otorgar valor a las personas según el modelo dominante, el mismo que permite crear a «imagen y semejanza» al protagonista secundario.

De este modo, la imagen de las mujeres, como si se tratara de una oración gramatical, se presenta como complemento directo del sujeto-hombre, y los juegos que ha tratado de potenciar la publicidad comentada, buscan destacar aquellos atributos de hombres y mujeres que les dan valor ante el grupo. Y así, mientras que los chicos adolescentes se sienten con poder y reconocidos al pujar por las chicas para conseguir a las más valorada, ellas buscan sentirse reconocidas por los atributos que las hacen ser deseadas, para así desarrollar el teórico poder que se les ha dicho que tienen, y que refleja de manera directa la publicidad del pub almeriense cuando el niño que mira el interior de la braguita se encuentra con la respuesta de, «mira, con esto es con lo que voy a controlar tu vida». Al final, el resultado parece igualado, ellos tienen poder y ellas lo adquieren por medio del control de la sexualidad, una estrategia que se vuelve en contra de las mujeres al actuar como argumento y justificación de la conducta de muchos hombres que hablan de «armas de mujer» e interpretan cualquier gesto como un ataque. Esta percepción lleva a la necesidad de «atar en corto» a las mujeres, de colocarle un cinturón de castidad real, como se ha hecho en la Historia, o virtual, como se intenta ahora por medio del control, pues el armamento de las mujeres siempre apunta hacia ellos. Situación no sólo teórica, como muy bien reflejan los estudios de la OMS (2002) al indicar que el 33% de las mujeres estudiadas manifestaron que su primera relación sexual fue forzada, o los de Watts y Zimmerman (2002) mostrando que entre el 7 y el 36% de las niñas habían sufrido abusos sexuales.

José Antonio Marina escribió que el poder se manifestaba en capacidad de influir, capacidad de premiar y capacidad de castigar. La imagen de la mujer muestra algo objetivo y representa la idea que se tiene de ellas, de manera que la relación entre poder e imagen cuando es sintónica respecto a lo esperado se traduce en premio (para él y para ella), cuando se desvía ligeramente se recurre a la capacidad de influir, estrategia en la que se encuentra la publicidad sexista para reconducir la situación, y cuando no se integra dentro de las referencias establecidas, el poder se traduce en castigo a través de la ausencia de reconocimiento, de la «mala reputación» por no seguir el juego, o de la violencia cuando la resistencia se convierte en negación.

La igualdad no parte de un modelo único, no es igualación respecto a una referencia previa tomada como natural o general, y por tanto no busca la semejanza. La igualdad nace de la diferencia entre hombres y mujeres, de sus distintas identidades y de sus elementos comunes para que sobre ninguno de ellos puedan construirse roles distintos ni pueda establecerse desigualdad y discriminación.

Tampoco para que ningún hombre entienda que desde su posición puede pujar o empujar a una mujer. Y si esto aún sucede en la actualidad es porque todavía hay muchos hombres que utilizan los mismos argumentos de siempre para continuar con la estrategia que lleve a las mujeres a ser y comportarse «a imagen y semejanza» suya. Es fácil decir ante estos hechos que se exagera o que se sacan de contexto, pero también debería ser sencillo entender que lo primero que desarrolla un maltratador es una conducta que lleva a la «deshumanización del objeto de la violencia», que no es otra cosa que la «cosificación» de la mujer, como la ha llamado el derecho español.

Si se presenta a las mujeres como objetos o como anuncios en sí mismas, al final habrá hombres que decidan relacionarse con ellas como pertenencias. Todo influye cuando hablamos de una violencia estructural, histórica y tan extendida, y el esfuerzo debe ir dirigido a hacer de ese todo nada que pueda ser utilizado para ejercer la violencia, objetivo que se consigue con una actitud crítica y modificando las pautas para conseguir una socialización en convivencia, no minimizando, metiendo los hechos en contextos o sacando a los niños y a las niñas de los espacios compartidos.

Miguel Lorente, delegado del Gobierno para la Violencia de Género.