Ramon Tremosa es un sólido profesor universitario con una trayectoria marcada por su nacionalismo y su coraje intelectual, pero su designación como cabeza de lista de CiU en las próximas elecciones europeas y las reacciones del eurodiputado Ignasi Guardans, dolorosamente desplazado por esta decisión, han puesto de nuevo sobre la mesa la doble alma del catalanismo: la que ve compatible el pleno desarrollo del autogobierno dentro de una España que viva con naturalidad su diversidad, y la que considera que Catalunya solo puede lograr la plenitud separándose de España.
En realidad, este debate de fondo arranca desde mucho tiempo atrás e incluso algunos podrían remontarlo al Compromiso de Caspe, después del fin de la dinastía catalana con la muerte sin descendencia de Martí, l'Humà, o al matrimonio de Fernando II de Aragón e Isabel de Castilla, que supondrá la unión dinástica, que no la de los reinos, pues mantendrán sus respectivas instituciones y leyes. Esta doble alma --a menudo en tensión-- la encontramos desde los inicios de la formulación del catalanismo político durante el siglo XIX, se manifestó tanto en el periodo de la Mancomunitat como sobre todo en la Generalitat republicana y se expresa hoy con claridad, pese a las inevitables contradicciones, dentro de CiU. Jordi Pujol logró hacerlas confluir en un proyecto capaz de aglutinar a buena parte del país en el que soberanistas y no soberanistas trabajaban juntos para relanzar la Catalunya ilusionada que dejaba atrás el franquismo.
En el caso de los partidos de izquierda, es bastante notoria la división que se produce entre la opción que encarna el PSC, que representa mayoritariamente la apuesta decidida por la reformulación de España, y la que propugna ERC, que directamente quiere romper con ella. Es probable que CiU no vuelva a tener la mayoría suficiente para gobernar si no consigue sumar de nuevo territorios del catalanismo próximos aunque no coincidentes, como se propone, de hecho, el proyecto de la llamada Casa Gran. Sin embargo, sería un error describir al catalanismo como un movimiento político con fronteras internas nítidamente marcadas, y podríamos caer fácilmente en la tentación de simplificaciones reduccionistas.
Porque existen desplazamientos, como el que se produjo a raíz de la dureza y agresividad del segundo mandato de José María Aznar como presidente del Gobierno español, que empujó a segmentos significativos del catalanismo hacia posiciones más partidarias de la ruptura con España. En estos momentos, el escenario de esta relación queda marcado por un sentimiento indefinido y ambivalente. Por un lado, la presidencia de Rodríguez Zapatero ha permitido dar un paso hacia delante en el autogobierno con la aprobación del nuevo Estatut, pero al mismo tiempo los catalanes no pueden sentirse bien tratados, debido a los aplazamientos sucesivos en la negociación del nuevo sistema de financiación y por la forma en la que se ha diluido el papel de Catalunya. Y no es preciso decir también que, según la orientación que acabe teniendo la persistentemente aplazada sentencia del Tribunal Constitucional sobre el nuevo Estatut, puede consolidarse o debilitarse la voluntad de un sector del catalanismo comprometido en implicarse en la construcción de un proyecto común para el conjunto de España.
Los estudios de opinión y los datos del paro coinciden en situar la crisis económica como la principal preocupación de los ciudadanos. Las crisis son periodos en los que cuesta defender la moderación y en los que el alarmismo y las radicalidades hallan un contexto propicio para tener eco y expandirse. Los políticos imprudentes pueden aprovechar la crispación para estimular la confrontación, con la esperanza de sacar réditos electorales. Lo vemos, por ejemplo, al afrontar el fenómeno de la inmigración. Uno de los aspectos en los que se impone la necesidad de que los dirigentes políticos hagan discursos responsables y constructivos es precisamente el de la inmigración, que, en un entorno de crisis, puede ser vista como un peligro para los trabajadores autóctonos y acabar sufriendo un trato injusto. Hemos tenido ya indicios inquietantes en Gran Bretaña.
Sin la inmigración no puede explicarse el desarrollo económico catalán durante el siglo XX y el inicio del siglo XXI. El crecimiento demográfico derivado de la inmigración ha acompañado al progreso económico. En etapas de crisis, la sociedad se vuelve más vulnerable y receptiva ante mensajes que promueven comportamientos xenófobos y actitudes intolerantes. Por ello, resulta especialmente importante trabajar para fortalecer los valores cívicos y el compromiso ético en momentos de adversidad. Y hay que reclamar de las formaciones políticas que asuman la cohesión y la construcción de confianza como un objetivo prioritario.
De ahí que resulten especialmente inoportunos y lamentables los movimientos que desde el PP, Ciutadans y la UPD de Rosa Díez se llevan a cabo para promover votaciones en el seno del Parlamento Europeo contrarias a la política de inmersión de la Generalitat o para organizar manifestaciones en las que se difunden mensajes como "el gallego es para hablar con las vacas". Ninguna ganancia electoral justifica el perjudicar la cohesión en tiempos adversos y abrir heridas que favorezcan confrontaciones internas. Al fin y al cabo, además, con este discurso de menosprecio al peso histórico, a la función institucional y a la dimensión social de la lengua catalana, se dan argumentos a los que desde Catalunya consideran que el futuro pasa por alejarse de España.
Carlos Duarte, escritor.