Con quietud, con sosiego, con silencio

Por Gabriel Albiac (LA RAZON, 02/09/04):

Grave, el crepúsculo se desmorona; solapadas hilachas de hoguera primordial y tenue sombra rayan la indolente retina del viajero. Y el mar, pesado esmalte de mercurio, funde en negro su leve caligrafía. Arde, en el eterno instante inmóvil, el mar de Gimferrer y Góngora. Leer a Chateaubriand, en tal frontera, hiere los párpados con melancolías en exceso solemnes: «Demasiado bien sé que no soy más que una máquina de hacer libros». Pero el mar incandescente quedó lejos. Y esto por donde circula el taxi es ya Madrid, y la máquina de escribir acecha; nuevamente. De nada va a valer que me pregunte si valió alguna vez la pena ceder a su conjuro. Escribo porque sé que no.

Hay una torcida luna de cartel, caída al borde de la carretera: plástico publicitario en el asfalto. Chisporrotean, lácteos, los neones, y emerge la ciudad y rasga la memoria, aún brumosa, del viajero. La ciudad es, en esta madrugada, ese vacío en víspera de que lo habiten los de siempre. Y es su textura, la fantasmal de aquellas crepusculares aldeas de John Ford, que poblaban viento y rodante cascajo en los cines de sesión continua de mi infancia. En sus imprevisibles esquinas, lo peor es necesario; siempre. Tal su poética afilada, tal su glacial geometría.

Y en esas últimas horas, antes de que todos vuelvan, en esas pocas horas, ya minutos, de infinito, que preceden al frenético septiembre, cabe cuanto amé. Cuanto amo. Poca cosa: el absoluto. ¿Qué, salvo el absoluto, pudiera conmover a un hombre de mis años? Y, en esas pocas horas, ya minutos, de infinito, mientras la ciudad engulle y rumia el mar de mis recuerdos, veo destejerse esta minuciosa nadería a la cual finge identidad mi nombre. No soy más que mi ciudad. Y mi ciudad murió un 11 de marzo. No a manos de esos mamíferos tristes que sacrifican al Dios cuyo infinito no soporta que otro exista: las bestias están para eso, y no se lo reprocho. A manos, sí, de quienes, al capitular, aniquilaron espíritus, allá donde los otros desguazaron cuerpos. No hay épica mentida que consuele de aquello. Lirismo lacrimoso, aún menos. Tras el dolor, vino la cobardía. Después, nada. Y en esa nada, un vago asco hacia los que suplican perdón a su asesino. Políticos de oficio: mala gente. En un mundo ya pésimo.

Pasó por la ciudad la muerte en marzo; pasó, sin dar respiro, la derrota. Resignada. Y, al invisible golpe («rayo que fulmina antes de que el trueno se oiga» llamaba a eso Naudé), puso epílogo y tiniebla la Comisión de ceguera consensuada. Agosto lo dejó todo en dulces playas baleares. Nada supimos. Nada sabremos. Nunca. Tan sólo, que saber nos fue vetado. Es mucho.

Duele en el aire el espeso silencio que lo ha enturbiado todo desde marzo: es la moneda tibia de los siervos. No hay rendición que no nos borre el alma. Amo ahora la ciudad en el recuerdo; su presente, no acierto aún a mirarlo. Sigo su desvaída huella en espejos y libros. Nada sé que no esté en la biblioteca. O en los rostros serenos del museo, rostros donde el dolor nunca suplica: Velázquez sobre todo, Uccello o Goya. En su sosiego lúcido tan sólo, hace destellar la angustia el puro brillo homicida de los vidrios rotos.

¿Qué han hecho de ti, ciudad, gentes de rufianesco sueldo y miedo miserable? Jamás fue la política más ruin faena que en el peregrinar de un Moratinos, comprando misericordia a los peores asesinos: matarifes del Misericordioso. Ciudad, ¿qué han hecho de tus muertos? Sahara marroquí y guardia hispano-mora en Puerto Príncipe, ojos voluntariamente ciegos a todos los tráficos del Estrecho, ulemas que enseñarán a nuestros escolares la despreciable inferioridad de las impuras hembras; con cargo a mis impuestos, todo. Eso hicieron de tus muertos: moneda desgastada por el uso. Y Alá será, al fin, grande, también entre nosotros.

Quise marcharme, rodar por las monótonas cartografías, a los cuales flexo y literatura fingen, baudelairiana máscara de imposible infinito. «¡Cuán grande el mundo al resplandor de las candelas! / ¡Cuán pequeño a los ojos del recuerdo!» Retorno. Al final, me resigno, como aquel Chateaubriand, viejo, superviviente y sabio, a no ser sino máquina de escribir, ya desde el otro lado, en ultratumba. Sin gusto alguno, lo acepto. No se discute el destino; tampoco se venera. Pero es duro decir la humillación de aquello que amas. Decir que eso eres hoy, ciudad.

Ciudad tan triste. Elegíaca guarida, en la que un día no estaré y que seguiré soñando. Ciudad, más yo de cuanto yo me fantaseo. Porque nada otro soy que lo de ti recibido. «¿Y qué harás, Sócrates?» –pregunta Sócrates, que sabe que ésta no es una pregunta– , «¿qué harás sin la ciudad de la cual recibiste la palabra y el sentido, o sea, todo?».

Retorno, así, al Madrid que fue, y hoy queda en cascarón vacío. Veo, al entrar, o invento, metáfora excesiva, una torcida luna que roza el asfalto. Cartel caído que devorará la mugre. Y ese chisporroteo lácteo de neones fríos chirría en algún pliegue de la fosforescente medusa que convengo en llamar alma: «monstruo de sueños» del Malraux más taciturno. Y sonrío. Sonrío: sé obsceno el llanto, cuando nos va en el envite el absoluto, cuando nos va en el envite la desdicha aquella ante la cual el místico Molinos supo que no hay sino tener en su verdad «fijos los ojos, mirándola sencillamente, con quietud, sosiego y silencio». Escribir es jamás autorizarse un pestañeo ante la fulguración que ponen la belleza o el espanto. Él, Molinos, sueña dar a ese dolor guía y consuelo. Era el año 1675, y Dios aún no había muerto; había tiempo. Para nosotros, no. Nuestro infierno es sabernos extraviados. Sin tiempo ya; ni cura. «En nuestro engaño inmóviles vivimos», susurra la olvidadiza memoria.