Con su ataque a la Corte Suprema, Fernández se mete a las cloacas en Argentina

El presidente argentino, Alberto Fernández, participa en la inauguración de un monumento conmemorativo de las Islas Malvinas en el 190 aniversario de su ocupación, en Buenos Aires, Argentina, el 3 de enero de 2023. (Juan Ignacio Roncoroni/EPA-EFE/Shutterstock)
El presidente argentino, Alberto Fernández, participa en la inauguración de un monumento conmemorativo de las Islas Malvinas en el 190 aniversario de su ocupación, en Buenos Aires, Argentina, el 3 de enero de 2023. (Juan Ignacio Roncoroni/EPA-EFE/Shutterstock)

Alberto Fernández cruzó la línea que ningún ciudadano, mucho menos un político y muchísimo menos un presidente jamás debería cruzar. Hundió sus pies en el barro del espionaje y de la ilegalidad en su última embestida contra la Corte Suprema, el máximo tribunal de la Argentina. Y amenaza en su ofensiva con barrer con los últimos vestigios de la institucionalidad del país.

Fernández comenzó su deriva el 5 de diciembre y ya no se detuvo. Dio un mensaje por cadena nacional —una prerrogativa que la ley solo habilita en situaciones graves, excepcionales o de trascendencia institucional— para reclamarle al Poder Judicial que investigue si un grupo de funcionarios de la ciudad de Buenos Aires (gobernada por la oposición), jueces, fiscales y empresarios del grupo periodístico Clarín —la bestia negra para el kirchnerismo, el espacio político de Fernández—cometió delitos durante un viaje compartido a la Patagonia.

Lo inquietante, grave e insoslayable es que Fernández lanzó su ofensiva apoyado en datos que habían salido a la luz por el espionaje ilegal del teléfono del ministro de Seguridad de Buenos Aires, Marcelo D’Alessandro, algo que el presidente admitió en su discurso. “No dejo de advertir que lo que ha trascendido es, aparentemente, el resultado de la intromisión en una plataforma de comunicación”, reconoció. Pero avanzó igual. Les ordenó a sus colaboradores que impulsen sanciones contra los jueces en el Consejo de la Magistratura y a legisladores propios y ajenos que avancen con la reforma judicial que está bloqueada en el Congreso.

El contexto, además, es significativo: un día después de la cadena nacional en que tronó contra una supuesta “lawfare” (persecución judicial), su vicepresidenta y única referente insoslayable del oficialismo, Cristina Fernández de Kirchner , fue condenada a seis años de prisión por actos de corrupción. La supuesta asociación quedó servida: los tribunales se mueven en connivencia con “ellos” para perseguirnos a “nosotros”.

Pero el presidente fue más lejos. En la víspera de Nochebuena juntó fuerzas con 14 gobernadores y anunció que no acataría un fallo de la Corte Suprema contrario al gobierno nacional, pues le ordena incrementar los fondos federales por coparticipación que recibe la opositora ciudad de Buenos Aires. Arguyó que la decisión judicial era de “imposible cumplimiento” y generó una crisis institucional que causó revuelo entre opositores, empresarios e incluso la Iglesia católica, entre otros sectores.

Con el paso de los días, el presidente matizó su rebeldía y dijo que le pagaría a la ciudad “con bonos”. Pero el oficialismo redobló su ofensiva. El 29 de diciembre, el diputado Rodolfo Tailhade —que antes trabajó en la Agencia Federal de Inteligencia— anunció la aparición de nuevos chats que, aclaró, “aún no han sido revelados públicamente” pero que anticipó que expondrían diálogos y maniobras —acaso delictuales— entre el ministro porteño D’Alessandro y Silvio Robles, mano derecha del presidente de la Corte Suprema, Horacio Rosatti.

Lejos de poner distancia entre el espionaje y la difusión ilegales de esos mensajes a través de medios de comunicación cercanos al oficialismo, el presidente se zambulló en las cloacas de la democracia. Otra vez convocó a los gobernadores peronistas e impulsó un pedido de juicio político contra la Corte Suprema por lo que el kirchnerismo define como el “mayor escándalo judicial” de las últimas décadas.

En eso estamos ahora. A menos de un mes de obtener la Copa del Mundo en Qatar, la Argentina pasó de tocar el cielo con las manos a solazarse en las cloacas. El gobierno anunció que convocará al Congreso a sesiones extraordinarias durante la segunda quincena de este mes, mientras que el ministro de Justicia, Martín Soria, aboga por reformar el Consejo de la Magistratura por decreto, en vez de respetar el camino institucional y hacerlo mediante una ley.

El enchastre apenas comienza, pero ya registró consecuencias. D’Alessandro pidió licencia como ministro porteño mientras afronta investigaciones penales por su viaje a la Patagonia y su interacción con Robles, el alfil del presidente de la Corte Suprema. Pero esas son las consecuencias menores, porque el intento de impulsar el juicio político contra los cuatro ministros del máximo tribunal no contaría con los votos necesarios para ser aprobado en el Congreso. El presidente tiene otros objetivos, aunque con ellos pueda cargarse la institucionalidad del país.

Su primer objetivo es debilitar la legitimidad de ejercicio de los ministros de la Corte Suprema, quienes podrán superar esta ofensiva, pero desgastados. Segundo, ensuciar la imagen del Poder Judicial en su conjunto para, de ese modo, enturbiar su credibilidad cuando acaba de condenar a la vicepresidenta Kirchner, líder del oficialismo, y debe definir otras investigaciones criminales muy sensibles para ella. Y tercero, sumar puntos entre sus feligreses en su último y desesperado intento por retener la candidatura presidencial e intentar su reelección este año, pese a que su desaprobación está en 74% según las encuestas.

Esos objetivos pueden ser importantes o no, según el prisma con que se mire y quién lo evalúe. Pero el presidente que asumió el 10 de diciembre de 2019 prometiendo “nunca más a una Justicia contaminada por servicios de inteligencia, operadores judiciales, procedimientos oscuros y linchamientos mediáticos”, el mismo que pregonó que con él llegaba el “nunca más a los sótanos de la democracia”, terminó hundido hasta el cuello en esas cloacas.

Hugo Alconada Mon es abogado, prosecretario de redacción del diario argentino ‘La Nación’ y miembro del Consorcio Internacional de Periodistas de Investigación.

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