Con un billón basta

La economía mundial se adentra ya en una nueva recesión. Esta vez no ha hecho falta ningún evento sistémico, un Lehman Brothers o algo parecido que pusiera al mundo en alerta.

Hasta en eso esta crisis financiera se parece mucho a las del pasado: un acontecimiento espectacular para iniciarse y, después, un desarrollo dramático pero mucho más pausado y a cámara lenta; sin caídas espectaculares de las Bolsas (no más caídas del 50% o el 60% en la Bolsa de EEUU, que es la que marca la pauta para las demás) y, razonando a contrario, con casi exclusión de la perspectiva de que se produzcan nuevos hechos que pongan en cuestión la supervivencia misma del sistema financiero mundial.

Eso no quiere decir que en los próximos meses no vayamos a ver caídas fuertes de las Bolsas: las veremos y, con la Bolsa norteamericana siempre como referencia, es probable que esas caídas alcancen proporciones importantes, de alrededor del 25%; pero ya no es probable que se repita ese comportamiento catastrófico que inauguró la década pasada (con el pinchazo de la burbuja tecnológica) y que se repitió durante la propia crisis financiera (en el pasado no se han dado más de dos episodios de ese tipo emparejados en cada período de crisis).

Lo más probable es que, también, durante los próximos meses o años veamos un dólar en una tendencia de fortalecimiento frente al euro y que también veamos al euro sobrevivir, aunque sea entre enormes dificultades. Y que sobreviva no sólo como moneda sino que también conserve a todos los países que lo integran en la actualidad.

Sin embargo, siguen siendo muchos los que aún siguen temiendo la desintegración del euro y sus consecuencias. A veces con buenos razonamientos, que sólo tienen el problema de que se llevan de manera lineal hasta sus últimas consecuencias, algo que sólo una desafortunada sucesión de errores podría terminar convirtiendo en realidad.

De manera muy concentrada podría decirse que el euro ya se ha salvado por arriba. Alemania parece ahora tener claro que es más barato mantener a Grecia dentro del euro que permitir que salga de él y se inicie una cadena incontrolable de acontecimientos. La ausencia de catástrofes en el horizonte que indican, por ahora, tanto los índices con mejor calidad predictiva como el comportamiento estándar de los índices de Bolsa norteamericana permite concluir que esa posición de Alemania se mantendrá.

También la actuación decidida de Mario Draghi desde su llegada a la Presidencia del Banco Central Europeo inyectando liquidez a los bancos y apostando por el apoyo a la deuda pública española e italiana apunta en la misma dirección: el euro está salvado por arriba. A eso hay que sumarle que los tres pilares del euro siguen sólidos como una roca: a) el euro, con un 25%, es la segunda moneda más importante en la composición de la reserva de divisas que mantienen los bancos centrales de todo el mundo; b) el conjunto de la Eurozona tiene en equilibrio la balanza de sus intercambios comerciales con el exterior (es decir, su balanza de pagos por cuenta corriente) y, por tanto, no necesita capitales de fuera para financiarse (de ahí que la cotización del euro frente al dólar siga tan fuerte) y c) los desequilibrios internos de la Eurozona, que antes se neutralizaban con financiación privada, ahora lo hacen con financiación pública. Por ejemplo, los préstamos que antes llegaban a España procedentes de los bancos privados alemanes ahora lo hacen desde el banco central alemán o Bundesbank a través del eurosistema de bancos centrales, vulgo BCE. Esto ha estrechado, quizá de manera algo asfixiante, los lazos entre los países y se podría decir muy simplificadamente que la deuda que el Banco de España o el Banco de Italia tienen con el BCE sería incobrable si el euro se rompiera.

El gran problema es, por tanto, en este momento, cómo salvar el euro por abajo. Es decir, cómo conseguir que las políticas de austeridad en unos países (Grecia y Portugal, pero también España e Italia) por un lado, y la sensación de que otros países (Alemania, Holanda o Finlandia) tienen de estar subsidiando al sur de Europa, por otro, no acaben por erosionar por completo y de manera irreversible la idea de la Unión Monetaria e, incluso, la mismísima idea de Europa.

Por eso, urge estabilizar el sistema en dos sentidos diferentes: poniendo un tope al crecimiento de la deuda (para que sea creíble la promesa de que esas deudas se van a pagar en el futuro) y logrando que los sacrificios que se le están exigiendo a la población tengan un premio y un punto y final.

La mejor manera de que la deuda no siga creciendo de forma desproporcionada es conseguir el cumplimiento del objetivo de déficit para cada uno de los tres próximos años. Pero con eso no basta. Los recortes necesarios para controlar el déficit público meten a la economía en una espiral bajista en la que el objetivo, como el horizonte, se aleja con la misma rapidez con la que intentas aproximarte a él. Por eso, hay que dar tres años de gracia a los Estados que cumplan el objetivo de déficit, haciendo que en esos tres años no tengan que emitir deuda pública nueva. Y para ello, habría que conseguir que el BCE les entregara una cantidad en euros equivalente al desfase entre ingresos y gastos del año en cuestión. Y todo a fondo perdido.

Una de las maneras de llevar a cabo semejante operación podría consistir en la compra por parte del BCE de deuda perpetua (es decir, sin vencimiento) emitida por el Estado que cumpliese el objetivo de déficit, y con un tipo de interés simbólico. De esa forma, el Estado que cumpliera vería mejorar su situación financiera de manera automática: no habría incremento de su deuda a plazo en los siguientes tres años (hasta llegar al 3% de objetivo de déficit) y sólo tendría que preocuparse de financiar en los mercados de capitales los vencimientos de la deuda emitida con anterioridad. El impacto de esa nueva situación sería inmediato: reducción del tipo de interés exigido por el mercado, mejora de la calificación crediticia e inicio del círculo virtuoso del saneamiento financiero.

El problema de este tipo de soluciones es que semejante regalo se podría convertir en un pozo sin fondo. Pero no en este caso, ya que se conoce la cantidad total a recibir por España a lo largo de los tres próximos años: un máximo de 136.000 millones de euros. Y para el total de los países cumplidores de la Eurozona no más de medio billón de euros.

¿Y qué hacer por los países con superávit? Se les premiaría con una cantidad equivalente, retirando y amortizando parte de la deuda que ya tienen emitida y circulando por los mercados. Lo que supondría una cantidad total máxima de un billón de euros, que es menos de la mitad de lo que ya lleva inyectado el BCE al sistema financiero desde 2008. Sólo que con mayores garantías de éxito, y sin que la amenaza de la inflación sea seria en un momento en que las fuerzas deflacionarias son tan potentes (incluso, aceptando que algo más de inflación no vendría mal para conjurar la crisis). En todo caso, y para tranquilizar a todos aquellos a los que la inflación asusta, se podría estipular que este programa se interrumpiría si el crédito empezara a crecer en la zona euro por encima de un cierto nivel: es bien sabido que en condiciones como la actual, con los salarios contenidos, no habrá inflación mientras no haya crecimiento del crédito.

Esta sería una solución limpia y eficaz, que animaría a los países que están haciendo sacrificios a aceptarlos de mejor grado, conscientes de que, al final, hay un premio medido en euros: para España de 136.000 millones y para la Eurozona, de un billón… ¡El reino del euro, por un billón!

Juan Ignacio Crespo es analista financiero y autor del libro Las dos próximas recesiones.

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