Conclusiones no tan obvias sobre el 11-S

Richard A. Clarke fue jefe de Antiterrorismo del Consejo de Seguridad Nacional de EEUU (EL MUNDO, 26/07/04):

Los norteamericanos tienen una gran deuda con la Comisión del 11 de Septiembre por su exhaustiva exposición de los hechos que rodearon los atentados contra el World Trade Center y el Pentágono.Sin embargo, dado que la Comisión tenía como objetivo la creación de un informe unánime a partir de un grupo compuesto por miembros de los dos partidos, dejó romo su filo y permitió que el público sacara muchas conclusiones.

Entre las verdades palmarias que fueron documentadas pero no expresadas estaban dos hechos: que la Administración Bush hizo poco en relación con el terrorismo antes del 11-S y que, al invadir Irak, el Gobierno nos ha convertido en una nación menos segura.Afortunadamente, las encuestas de opinión muestran que la mayoría de los norteamericanos ya han llegado a estas conclusiones por su cuenta.

Lo que sí afirmaban con claridad los miembros de la Comisión era que Irak no mantenía relación alguna de colaboración con Al Qaeda y no había tenido nada que ver con el 11-S. Asimismo revelaron que Irán había proporcionado apoyo a Al Qaeda y también a algunos de los secuestradores del 11-S. Es posible que estos dos hechos lleven a mucha gente a deducir que la Administración Bush centró su atención en el país equivocado. Podrían tener razón al pensarlo.

¿Y ahora qué? La cobertura informativa de las recomendaciones de la Comisión se ha centrado en las mejoras organizativas: un nuevo director nacional de los Servicios de Inteligencia y un nuevo Centro Nacional de Antiterrorismo para garantizar que nuestras aproximadamente 15 agencias de inteligencia funcionen de una manera coordinada. Las dos son buenas ideas, pero de efecto puramente cuantitativo. Aunque estos cambios se hubiesen introducido hace seis años, no habrían modificado sustancialmente la manera en que estamos haciendo frente a Al Qaeda. Y, desde luego, no habrían evitado el 11-S. Hacer expresas estas recomendaciones mejorará sólo marginalmente nuestra capacidad de aplastar a la nueva y descentralizada Al Qaeda, pero hay otros cambios que serían más útiles.

En primer lugar, necesitamos una persona más poderosa en la cúspide de la comunidad de los servicios secretos, pero también nos hace falta más gente capaz en todas las agencias, sobre todo en el FBI y en la CIA. En otras ramas del gobierno, los empleados pueden -y así lo hacen- ingresar como gestores de medio y alto nivel después de haber empezado su carrera y de haber obtenido experiencia en otra parte. Pero en el FBI y en la CIA los puestos clave están ocupados de manera casi exclusiva por personas que entraron muy jóvenes y que ascendieron muy poco a poco. Esto ha dado lugar a uniformidad, estrechez de miras, aversión al riesgo, aletargamiento y muchas veces mediocridad.

La única manera de infundir sangre nueva y creativa en estas agencias es revisar sus hábitos de contratación y promoción para atraer a trabajadores que no padezcan los «fallos de imaginación» a los que los miembros de la Comisión del 11-S culpan una y otra vez de los fracasos del pasado.

En segundo lugar, además de separar el puesto de director de la CIA de la Dirección General de los Servicios de Inteligencia norteamericanos, debemos también colocar a los analistas de la CIA en una agencia que sea independiente de la que recoge la información. Es la única manera de evitar el pensamiento de grupo que obstaculizó la capacidad de la agencia para informar adecuadamente sobre Irak. No es ninguna casualidad que la única agencia de inteligencia que acertó en lo referente a las armas de destrucción masiva iraquíes fuera el Bureau of Intelligence and Research (Oficina de Inteligencia e Investigación) del Departamento de Estado, un pequeño grupo de elite de analistas a los que se había animado a pensar de forma independiente en vez de dedicarse a espiar o a elaborar políticas.

Los analistas no son los únicos que debieran ser reorganizados en pequeños grupos de elite. La CIA o el Ejército deben crear una fuerza de comandos mayor y más capaz para desarrollar actividades antiterroristas secretas, junto con una red de agentes y empresas pantalla que trabajen bajo «cobertura no oficial» -es decir, sin protección diplomática- para apoyar a los comandos.

Aún más importante que cualesquiera sugerencias burocráticas es el contundente análisis del informe acerca de quién es el enemigo y qué estrategias necesitamos para combatirlo. La Comisión, correctamente, identificó la amenaza no como el terrorismo (que es una táctica, no un enemigo) sino como el yihadismo islámico, que debe ser derrotado en una batalla de ideas a la par que en un conflicto armado.

Es preciso hacer que el mundo islámico entre en contacto con valores que sean más atractivos que los de los yihadistas. Esto significa ayudar al desarrollo económico y a la apertura política de los países musulmanes y hacer esfuerzos para dotar de estabilidad a lugares como Afganistán, Pakistán y Arabia Saudí. Es igualmente vital reanudar el proceso de paz palestino-israelí.

Por otra parte, no podemos hacer todo esto solos. Además de los programas de corazones y mentes promovidos por el Gobierno estadounidense en la radio y la televisión, nos sería de gran ayuda un consejo panislámico de dirigentes espirituales y seculares respetados que coordinara (sin participación de Estados Unidos) el esfuerzo ideológico del propio mundo islámico contra la nueva Al Qaeda.

Por desgracia, a causa del escaso prestigio de Norteamérica en el mundo islámico, nos hallamos ahora en una gran desventaja en la batalla de las ideas. Esto se debe sobre todo a la innecesaria y contraproducente invasión de Irak. Con sus miramientos bipartidistas, la Comisión ha pasado por alto lo evidente: somos menos capaces de vencer a los yihadistas a causa de Irak.

La unanimidad tiene su valor, pero también lo tienen el debate y el desacuerdo en una democracia que se enfrenta a una crisis.Para darnos plenamente cuenta de las posibilidades que tiene el informe de la Comisión, debemos verlo no como el fin del debate sino como un programa parcial para la victoria. El enemigo yihadista ha aprendido a extender el odio y a matar: y sigue haciendo ambas cosas con gran eficacia tres años después del 11-S.