Concordemos en Colón

Comprendo bien la tentación de rebatir a Pedro Sánchez. Sus argumentos para justificar la concesión de indultos a los golpistas del 1 de Octubre son tan ridículos, tan flagrantemente oportunistas, tan profundamente ofensivos para la inteligencia media, que cualquiera va y entra al trapo. ¡Venganza, dice! Como los terroristas de ETA respecto a la justicia que el Estado debe a las víctimas. ¡Revancha, afirma! La que sus impenitentes aliados pretenden tomarse contra el Supremo por condenarles y contra el Rey por reprenderles. ¡Concordia, invoca! La que sus niñatos mimados siguen violentando cada día. Contra otros niños, los castellanohablantes. Contra la mitad tolerante y civilizada de Cataluña. Contra el derecho de propiedad que todo español guarda sobre su soberanía. Contra Europa, su espíritu y su vigencia. Contra la ética y hasta contra la estética. Esa versión feminista de Els segadors con la que se dio la bienvenida a sí mismo el honorable Aragonès sólo puede interpretarse como un homenaje a la decadencia.

Pero no sigamos. Resistamos la tentación. Refutar la retórica donut, redonda y hueca, de Sánchez es como en su día embestir contra los tuits de Trump: un ejercicio quijotesco y al final degradante. Lo que hay que hacer es movilizarse. Y movilizarse significa no sólo plantar cara en el Parlamento y en los tribunales. Es también salir a la calle.

Concordemos en ColónLa víspera del 9 de noviembre de 2014 un grupo de ciudadanos, convocados por Libres e Iguales, nos concentramos en las capitales de todas las provincias españolas para reclamar al Gobierno de Mariano Rajoy que defendiera con vigor nuestra ciudadanía común frente a la consulta ilegal de Artur Mas. En Gerona no más de veinte inocentes desafiamos el simpático ambiente local. En Cáceres, donde el encargado de leer el manifiesto fue Andrés Trapiello, profeta también en su tierra, no llegaron a diez. Y eso que a unos metros estaba celebrándose la Convención Nacional del PP, con su aluvión de ministros y militantes.

La calle nunca es fácil. Pero hay momentos en que es obligatoria. Y nunca, nunca ha sido más obligatoria que ahora. Ni siquiera el 8 de Octubre de 2017, cuando en una mañana vibrante, luminosa, inolvidable los españoles rompimos la frontera moral que el nacionalismo había levantado en torno a Cataluña gracias al cálculo y la indiferencia de las élites españolas, y nos manifestamos masivamente en Barcelona para seguir viviendo juntos los distintos en paz y libertad. Entonces nos movilizamos a pesar de las vacilaciones del Gobierno, para sacarlo de su claudicante letargo, para activarlo. Ahora debemos movilizarnos contra la voluntad del Gobierno, para desactivar sus planes, para impedir la impunidad, que además anima a la reincidencia. Cuando la máxima autoridad política de un país se propone incumplir sus obligaciones políticas, morales y democráticas, los ciudadanos deben intervenir para expresar su repulsa. Sin reparos ni remilgos.

Por ejemplo, Colón. Es impresionante comprobar hasta qué punto la coalición gubernamental, zurcida a partir de los fragmentos más reaccionarios y radicales del panorama no ya español sino europeo –a ver qué otro Bildu serpentea por ahí–, ha logrado imponer su visión vergonzante de la concentración celebrada en aquella plaza en febrero de 2019. No fue una concentración a favor de la expulsión de los negros, el maltrato a las mujeres o el planchado de España. Fue una concentración a favor de la Constitución. Concretamente, contra uno de los sucios hitos que nos han traído hasta aquí: la aceptación por parte de Pedro Sánchez de una mesa extraparlamentaria de negociación con los que pisotearon los dos valores que ahora, impostor, invoca: la convivencia y la concordia. Al revés no sucede. La derecha tiene su foto de Colón y su foto de Las Azores, y las oculta y las padece. El álbum de la izquierda –foto con un partido que justifica el asesinato; foto con un condenado a 13 años por sedición; foto con un narcotirano responsable de miles de ejecuciones sumarias y millones de refugiados– no genera ni de lejos la misma literatura ni el mismo pudor.

Los primeros en huir de Colón fueron los líderes de Ciudadanos. En una maniobra de taumaturgia cuando no de trilerismo, imputaron a su presencia ante aquellas horribles moles del Descubrimiento el batacazo electoral derivado de la negativa de Albert Rivera a ofrecer a España una alternativa razonable de 180 escaños. Ahora me entero, por este periódico y otros, que tampoco quiere volver el PP, mi partido. ¿Qué hacemos? ¿Renunciamos al centro simbólico de España, el que llenamos de manos blancas por Miguel Ángel Blanco y de banderas rojigualdas contra Zapatero, porque así lo exigen El País y La Sexta? ¿Le entregamos Colón a perpetuidad a Vox?

Hablemos abiertamente de Vox. Mis opiniones sobre el partido son viejas y conocidas. Rechazo su concepción orgánica y esencialista de la nación. Mi modelo es la nación cívica, liberal. Yo digo «Viva España», no «La España viva». Su propuesta de sustituir las autonomías por un sólo Gobierno y un solo Parlamento me parece una ficción populista: pan electoral para hoy y frustración social para mañana. Y considero inaceptables sus devaneos con la segregación identitaria, tan propios de la izquierda woke. Como cuando insultan a Valls por franchute y a Echenique por argentino. O como cuando convierten al mena en un arquetipo, al modo del nacionalismo catalán con el españolito, bestia tarada que nos roba.

Ahora bien, es muy difícil de entender que los mismos que gobernamos gracias a Vox en las comunidades de Andalucía, Castilla y León, Murcia y Madrid, en Zaragoza y en la propia capital de España nos neguemos ahora a compartir calle y pancarta con quienes nos facilitan este honor. Cualquiera podría decir que exhibimos un cinismo impropio de gente tan amable y moderada. Máxime cuando todo indica que, salvo milagro laico, también vamos a necesitar los votos de Santiago Abascal para llegar a La Moncloa. ¿O entonces sí vamos a proponer un Gobierno de concentración constitucionalista con el PSOE y lo que quede de Ciudadanos?

Algún gurú, de esos que parasitan las plantas nobles de los partidos, me replicaría que la compañía de Vox ahuyenta a los progresistas ilustrados. No conozco un progresista más ilustrado que Fernando Savater y esto es lo que decía hace poco en una entrevista en La Razón: «En las últimas elecciones vascas, en las que Bildu estaba consiguiendo 23 parlamentarios, escuchabas a algunos preocupados porque Vox podía conseguir un representante. Pero luego el discurso de esa parlamentaria de Vox resultó ser el que nos hubiese gustado escuchar durante tantos años a populares y socialistas. Por eso les han votado en Cataluña. Porque son los únicos que han adoptado una postura nítida y clara frente al nacionalismo». Y este dato, para no olvidar: Vox era irrelevante en 2017 y a la histórica manifestación del 8-O tampoco vinieron los socialistas. Ni siquiera Alfonso Guerra. Sólo Josep Borrell y «a título personal». Entonces la excusa fuimos nosotros.

Una última consideración, más allá de Pedro Sánchez y su cobarde e impúdico autoindulto, pensando ya en qué tipo de política queremos hacer y representar. El hecho de que una foto pueda resultar en sí misma íntegramente deslegitimadora de una acción política es una prueba de la jibarización del debate público. Así como ni el más brillante y cipotudo de los tuiteros es capaz de incrustar un razonamiento complejo en una cápsula de 280 caracteres –algunos incluso acaban ahorcándose con sus propios hilos–, tampoco es verdad que una imagen valga más que mil palabras. Yo llevo aquí mil cien. ¿Cuál es el claim? Como soy célebremente empática voy a ayudar al tal Iván. Amigos, españoles, compatriotas: contra la impunidad, con mascarilla y sin máscara, concordemos en Colón.

Cayetana Álvarez de Toledo es diputada nacional del Partido Popular por Barcelona.

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