Concordia y discordia

Entre los avances de la Edad Contemporánea figuran dos fundamentales, referidos ambos a la convivencia de los ciudadanos. El primero es una aceptación muy mayoritaria de los principios por los que se rige la sociedad. El segundo, casi un corolario del primero, es que las divergencias secundarias que subsistan se dirimen de modo civilizado, con tolerancia, buenas maneras y respeto a los demás. En la España actual ocurre algo singular: se cumple el primer punto y se incumple, en cambio, el segundo. ¿Por qué?

Una explicación, casi genética y muy absurda, es que a los españoles nos cuesta convivir y cuando no tenemos razones para discutir nos las inventamos. No siempre discutimos, sin embargo. Eran tiempos muy distintos, pero en 1527 el canciller imperial Mercurino de Gattinara presumía ante las Cortes castellanas de que "en conformidad de opiniones, en unión de señoríos, a todas las otras naciones ahora sobrepuja". Luego esa conformidad se trocaría en disconformidad y en los siglos XIX y XX hubo en el seno de la sociedad española enfrentamientos casi continuos. Los innumerables pronunciamientos de civiles y militares proclamaban todos ellos lo mismo: la situación política vigente era desastrosa y se requerían medidas drásticas para evitar un "fin trágico y deshonroso" de España (general Primo de Rivera, 1923) o "la anarquía que reina en la mayoría de los campos y pueblos" (Franco, 1936).

Más tarde, la transición a la democracia iniciada hace 30 años volvió a traer conformidad de opiniones. Sin embargo, desde hace tres años las diferencias en cuestiones secundarias se plantean de manera crispada, intentando incluso que se conviertan en discrepancias principales. Todo ello es absurdo y carece de justificación. Ortega decía que las divergencias de opinión en los estratos superficiales de una sociedad producen disensiones benéficas, porque las luchas que provocan se mueven sobre la tierra firme de la concordia subsistente en los estratos más profundos. Hoy, sin embargo, las discordancias superficiales no son nada benéficas. Quizá ocurra que no hay tal concordia en lo fundamental. Tal vez suceda que no nos hemos librado del peso del pasado y de la gravosa herencia de las dos Españas enfrentadas en todo o casi todo.

Un análisis elemental muestra que no hay discrepancias en aspectos esenciales. Nadie discute nuestro modelo socioeconómico. Tampoco la forma de Estado divide a los españoles. Es verdad que últimamente se oyen voces en favor de la república, pero son muy minoritarias, casi anecdóticas. Entre el 80% y el 90% de los españoles prefiere la monarquía actual y menos del 10% de las fuerzas políticas con representación parlamentaria son partidarias de la república, sin que esa cuestión sea para ninguna de ellas casus belli. En cuanto al modelo territorial, hay sin duda discrepantes; algunos, como los independentistas vascos radicales, traen al país por la calle de la amargura. Pero cuantitativamente son pocos y el criminal recurso de unos enajenados a la violencia con fines políticos encuentra el rechazo unánime de todos los demócratas, que somos una inmensa mayoría. Por ello, lograr una convivencia pacífica y eficaz entre los nacionalistas llamados periféricos y los no nacionalistas (que en realidad son casi siempre nacionalistas españoles) es muy posible, tal como demuestra la historia de otros países.

Frente a todo ello lo que no se cumple, ya queda dicho, es el respeto a las opiniones contrarias en cuestiones que son siempre menores, pese a que algunos piensen, desquiciando totalmente las cosas y al igual que antaño Primo de Rivera y Franco, que España está al borde del precipicio. El ruido que meten, pese a las pocas nueces, es grande y enturbia la convivencia. Además, ya se sabe, a río revuelto ganancia de pescadores. ¿Habría en la Iglesia posturas integristas sin la cerrada oposición que está realizando el Partido Popular? ¿Acaso la extrema derecha y la extrema izquierda habrían buscado protagonismo si no supieran que las actividades de sus grupúsculos encuentran eco político y mediático en el clima actual de crispación? ¿En qué otra situación que no fuera la anómala en que vivimos prosperarían energúmenos en radio y prensa?

Habrá que tener paciencia y barajar. Pero si dentro de cuatro meses, ganen unos, ganen otros, no se cambia, nos esperan malos tiempos. Hay, cierto, motivos de esperanza, aunque también de inquietud. El que las fuerzas armadas muy escrupulosamente, y también empresarios y sindicatos, se mantengan al margen de las trifulcas políticas es buena señal. Desgraciadamente, no se puede decir lo mismo de otras instituciones como parte de la Iglesia, bastantes medios de comunicación e incluso altos órganos jurisdiccionales. Todo ello es subsanable, sin embargo.

Las próximas elecciones generales podrían demostrar que España es un país avanzado. Si, sean cuales fueren los resultados, se superan los rifirrafes actuales, podremos, al igual que el señor Rajoy, sentirnos orgullosos de ser españoles. En caso contrario, habría que aceptar la nefasta idea de que somos un país atrasado en el que no sabemos convivir y del que habría más bien que avergonzarse

Francisco Bustelo, profesor emérito de Historia Económica de la Universidad Complutense, de la que ha sido rector.