Concordia y Libertad

Se me pide últimamente que vuelva la vista cuarenta años atrás para escribir sobre nuestra Constitución de la Concordia de 1978 cosa que, como bien saben, no me cuesta trabajo alguno. Pese a ello, y sin dejar de atender la petición que se me hace, me van a permitir que les invite a irnos un poco más lejos para empezar… Y lo hago, porque si volvemos los ojos a la Castilla de 1450 veremos una incipiente nación dividida por las guerras de sucesión, el caos y la corrupción bajo los reinados de Juan II, Enrique IV y su medio hermano Alfonso, hasta que, en 1474, asume el trono Isabel la Católica. Cuando treinta años después muere Isabel, esa Castilla, convertida ya en España, no solo era la nación hegemónica en Europa, era la nación hegemónica en el mundo. Sin complejo alguno podemos afirmar que esa hazaña es solo comparable a la Roma de Trajano. Y a esa Roma, se le puede comparar en lo artístico, en lo político, en lo económico, incluso en lo social; pero no es comparable, ni mucho menos, desde el punto de vista espiritual. En ese campo, el imperio español de aquellos tiempos estaba muy por encima del que estuvo el romano nunca.

Concordia y LibertadSi nos acercamos un poco más en el tiempo a la petición recibida, hasta 1975, veremos que, en esta ocasión, no nos hicieron falta treinta años, nos hicieron falta solo tres. Tres años para despejar los malos augurios y asombrar al mundo con una transición política ejemplar y única que, todavía hoy, se sigue estudiando en las universidades más prestigiosas del mundo. Esa transición modélica y ejemplar que asombró al mundo entero, no asombró por tener un rey joven, moderno, políglota. Tampoco asombró al mundo un presidente audaz y comprometido con la democracia. Y tampoco lo hizo una Constitución moderna, respaldada por un pueblo entero y homologable a la de cualquiera de nuestros vecinos. Lo que de verdad convirtió en excepcional todo aquel proceso, fue la forma en la que se hizo. Algo tan sencillo como eso, la forma. Que un país dividido, recién salido de una guerra fratricida, tras cuarenta años sin libertades políticas, fuera capaz, sin quebrantar una sola ley, de levantar un Estado social y democrático de derecho bajo la forma de una moderna monarquía parlamentaria a través del diálogo y el acuerdo casi unánime, era algo inédito. Por fin, la concordia entre los españoles fue posible.

Se me pregunta a menudo por la receta… y es tan sencilla como difícil de aplicar. Dos fueron los ingredientes: fijar objetivos comunes y aceptar sacrificios personales. Su aplicación llevó a España a una transformación extraordinaria. Pero la transformación fue extraordinaria porque fuimos una sociedad extraordinaria. Extraordinariamente exigente a la hora de fijar objetivos comunes para toda la Nación. Fuimos una sociedad extraordinariamente exigente a la hora de fijar el compromiso personal de cada uno para con su Nación. Y fuimos, también, una sociedad extraordinariamente generosa abandonando los intereses particulares de cada uno, por muy legítimos que fuesen.

Decía mi padre: «Creo que la piedra angular sobre la que, en nuestra transición, se asentó la democracia, consistió precisamente en la implantación política y vital de la concordia». Después de esto, es difícil no asombrarse con lo que vemos y escuchamos hoy en nuestra querida España. Y lo digo porque la Constitución es el gran instrumento que impide la persecución del discrepante, iniciada con Fernando VII, y la casa común de la mejor España. La que quiere trabajar y convivir en paz y en libertad. La que no quiere que la excelencia, personal o colectiva, sea invocada como fuente de privilegio, sino puesta al servicio de los demás.

Aprendí de Julián Marías el enorme valor de la ilusión; esa ilusión que él entendía como una esperanza cuyo cumplimiento nos es especialmente apetecible; como el motor que es capaz de hacernos perseverar frente a las dificultades; o, mucho más bonito todavía, como esa capacidad de imaginar un futuro mejor por el que merece la pena luchar. Yo, en nombre de quien ya no puede hacerlo, debo invitarles a todos, a cada uno desde su sitio e ideología, a construir ese futuro común sobre los principios y valores en los que fundamentamos, no solo nuestra existencia como personas, sino también como Nación, y lo primero para ello, es no permitir jamás que ese futuro se construya al margen nuestro.

Creo que es importante homenajear a nuestros próceres, ellos son un modelo a seguir en esa construcción interminable de nuestro país. Esto, en nada contradice el derecho de toda generación a escribir su propio futuro, solo reclama tener en cuenta lo grande y bueno que se ha hecho antes para ser capaces de volar más alto y más lejos.

Pocos lugares en España se asemejarán más a un panteón de próceres que la catedral de Ávila. Allí descansan los restos de dos grandes hombres. Uno, mi padre. El otro, Claudio Sánchez Albornoz, presidente de la República en el exilio, historiador insigne, gran hombre y liberal por convicción, le escribía a un amigo suyo en 1973: «Deseamos que mañana, curados de la locura tradicional de la estirpe, hallemos una senda de concordia y libertad. La historia de España permite arraigar la esperanza de que es posible enderezar nuestro camino».

Si uno esto al epitafio que tuve el honor de grabar en la lápida de mi padre: «La concordia fue posible», y a la profunda convicción de que nada está definitivamente ganado, ni nada está definitivamente perdido; de que todo depende de la ilusión, el esfuerzo, la convicción que pongamos en conseguir los objetivos que como Nación seamos capaces de marcarnos, me hace albergar la esperanza de hacer renacer la concordia entre todos los españoles. Con todo el respeto que merecen estas palabras y con toda la humildad a que me obliga el reconocimiento de mis propias limitaciones, les puedo prometer y les prometo que voy a dedicar el resto de mi vida a que eso sea posible.

Adolfo Suárez Illana es abogado y presidente de la Fundación Concordia y Libertad.

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