Conectar sensibilidades, restañar heridas

Filtraciones provenientes del Tribunal Constitucional (TC) dan a entender que la sentencia sobre el Estatut está casi ultimada. Se anuncia una sentencia interpretativa, capaz de salvar en casi todo la literalidad de lo dispuesto, aunque introduciendo matices y precisiones hermenéuticas que embridarán algunos de los aspectos más polémicos del texto.

Salvo que la decisión del TC no tendrá efectos demoledores sobre el nuevo edificio estatutario y que contará con un respaldo suficiente –podría tener el voto afirmativo de siete de los 10 magistrados supervivientes–, lo demás es dudoso. Se ignora hasta qué punto las aprensiones jacobinas de algún juez progresista habrán hecho estragos sobre los rasgos más audaces del texto. Y, por lo tanto, no puede valorarse ni prevenirse la polémica que nos aguarda al respecto, si es que ha de haber alguna, ni es posible pronosticar completamente la explotación que unos y otros puedan hacer de la sentencia, que llega en todo caso peligrosamente cerca de las autonómicas.

De cualquier modo, quienes pueden saberlo dan por seguro que, con más o menos zozobras, el largo proceso quedará al fin concluido, y sin nuevas secuelas que afecten a la convivencia catalana ni a las relaciones entre Catalunya y el resto del Estado, estas sí atribuladas por la pésima gestión que ambas partes han hecho de la reforma del marco institucional. Porque antes de acometer la plena pacificación, conviene dejar sentado que el forcejeo jurídico político que está a punto de concluir no fue un dechado de sutileza ni un alarde de refinada voluntad de convivir sobre pautas de comprensión y respeto mutuos. Y por ello, la bilateralidad Catalunya-Estado está hoy todavía fundada en inquietantes tópicos: en una dirección, se reprocha insolidaridad; en la otra, cicatería e incomprensión.
Hasta cierto punto, estas posiciones psicológicas han sido evaluadas: el último barómetro de este periódico, publicado en diciembre, ofrece dos datos inquietantes relativos a la instalación institucional de Catalunya en España. De una parte, el auge del independentismo: a la pregunta «¿qué votaría si mañana hubiera un referendo sobre la independencia», el 39,0% se declararía a favor y el 40,6% en contra; es la primera vez que un sondeo de prestigio arroja un empate técnico sobre esta cuestión hasta hace poco tabú y ahora tratada con inquietante naturalidad. De otra parte, la encuesta reflejaba un creciente distanciamiento de la percepción que se tiene en Catalunya y fuera de Catalunya acerca de las cuestiones sensibles relacionadas con la identidad y la pertenencia. Así, por ejemplo, la mayoría de los españoles (50,6%) cree que el castellano está discriminado en Catalunya y los catalanes (81,4%) opinan que no; la mayoría de los catalanes (83,6%) cree que Catalunya es solidaria con el resto de las autonomías y los españoles en conjunto (51,7%) piensan que no; el 52,8% de los catalanes piensa que Catalunya es una nación, en tanto que en el resto de España solo cree tal cosa el 15,9% de la población.

Otro sondeo publicado días más tarde, también en la prensa catalana, informaba del estado de la opinión pública sobre la sentencia del TC; el dato más significativo era, por su simetría, que el 61% de los españoles acepta recortes en el texto estatutario en tanto que el 61% de los catalanes los rechaza… En definitiva, es patente que se ha abierto absurdamente un foso entre Catalunya y el Estado, cuyas causas se hunden en aquellas vísperas inquietantes de las elecciones autonómicas del 2003 en que la reclamación de una legítima reforma estatutaria, justo en el momento en que Jordi Pujol se retiraba de la política activa, apenas recibía desde Madrid dosis irritantes de frialdad y arrogancia. La conducción vacilante del proceso estatutario ha hecho el resto.

Así las cosas, es preciso que la sentencia del TC, que tendrá en todo caso efectos lenitivos sobre la crispación que ha reinado en la implementación del nuevo Estatuto, vaya acompañada de un esfuerzo intelectual por ambas partes encaminado a restañar las heridas que aún puedan quedar entreabiertas y a conectar de nuevo las sensibilidades culturales y políticas de los contendientes en esta lid insensata. No estamos, en definitiva, ante una mera cuestión jurídico-administrativa, ante un simple desarrollo normativo más o menos arduo, sino ante la necesidad de reconstruir puentes a lo largo de la línea de desentendimiento que a punto ha estado de convertirse en foso.

Muy trabajosamente, está siendo posible conciliar la voluntad catalana con las germinales construcciones democráticas de la soberanía española. Tras este feliz resultado en ciernes, cumple devolverle la razón a Espriu, invocado con más o menos tino en esta hora crucial: hay que regenerar Sepharad, la España reconciliada de La pell de brau. Y, para ello, para eliminar la hostilidad que cerca aún a Catalunya, hay que realizar un esfuerzo positivo de razón y de voluntad auspiciado por la sociedad civil de ambos lados. La clase política, que no ha estado del todo a la altura de las circunstancias, no tendrá más remedio que sumarse a este gran designio.

Antonio Papell, periodista.