Confianza, confianza, confianza

He titulado este encuentro con los lectores citando repetidamente la palabra confianza porque creo que vamos a necesitar una triple dosis de «esperanza firme que se tiene de alguien o algo» -primera acepción de esa palabra- para superar lo que nos queda de crisis. Una crisis que iniciamos a mitad de 2006 y que se nos complicó con la de los mercados financieros internacionales de 2007. Casi cinco años después, todavía no hemos salido de ella, debido a un cúmulo de circunstancias adversas pero, especialmente, por la falta de previsión y el erróneo diseño de nuestra política económica.

Los datos actuales así lo están confirmando. A finales del pasado ejercicio y principios de éste parecía abrirse la esperanza de un crecimiento total positivo, aunque reducido, de nuestra producción en este año, pues en algunos trimestres anteriores había encadenado pequeños aumentos crecientes. Sin embargo, los datos que llegan del primer trimestre parecen mostrar que esa tendencia se ha roto, dificultando incluso el modesto objetivo de crecimiento perseguido por el Gobierno (1,3%, rebajado ahora al 0,8% por el Banco de España) y apuntando más bien al estancamiento o, incluso, a otro descenso de nuestra producción, con mayores cifras de paro. Las exportaciones crecen y el turismo se ha rehecho por el inesperado impulso de los conflictos del norte de África. Como esas circunstancias se unen a unas importaciones no energéticas desaceleradas por la atonía de consumo e inversión, el sector exterior resulta ser motor de nuestra economía, aunque frenado por la fuerte caída del consumo, tanto público como privado, y por la debilidad de las inversiones, lastradas a su vez por la caída de la construcción residencial y de las obras civiles.

El exceso de viviendas no vendidas, por encima del millón de unidades, y la contracción de la demanda pública orientada a reducir el déficit en sus cuentas, explican en parte la debilidad de las inversiones, pero sobre ellas pesa, además, una utilización muy baja de la capacidad productiva instalada y el negativo comportamiento del consumo. Los ajustes en los sueldos públicos, el alza de precios iniciada con la subida del IVA el pasado ejercicio e impulsada por los crecientes costes de los combustibles, el aumento del paro y el efecto riqueza negativo generado por la caída de precios inmobiliarios, son factores que explican su retraimiento. Pero también están influyendo la desconfianza de los ciudadanos, las continuadas subidas de los intereses de sus deudas familiares y sus deseos de reducirlas, impedidos por la menor renta disponible.

Por si fuese poco, tres nuevos factores negativos han aparecido en estos días de marzo. El primero, el desencadenamiento en Libia de un conflicto bélico en el que participamos directamente y que está incidiendo en los precios del crudo. El segundo, la terrible catástrofe de Japón, con su secuela de daños nucleares, ni bien explicados ni bien comprendidos, que están extendiendo una ola de temor por todo el mundo. El tercero y más próximo, el posible rescate de la economía portuguesa pese a su resistencia a ser intervenida, con lo que desaparecería el dique que el país vecino representa frente a las acometidas de los mercados sobre nuestra propia deuda. Tres riesgos adicionales que podrían reducir el crecimiento de las economías de nuestro entorno y que tendrían consecuencias muy lamentables para nuestro país.

Dos son las más inmediatas conclusiones que se deducen de lo anterior. La primera, que ni la crisis ni los desequilibrios han desaparecido, aunque otros países estén ya superándola a reserva de los nuevos factores negativos que acaban de comentarse. La segunda, que su superación en nuestro caso llevará tiempo y muchos esfuerzos, es decir, que nos costará mucho todavía recuperar un crecimiento que genere el empleo necesario para aproximarnos a un nivel razonable de ocupación.

Una pregunta que surge de inmediato es la de por qué no estamos siendo capaces de seguir el crecimiento de esos otros países. La respuesta tiene que ser doble, como sus causas. De una parte, porque nuestra crisis no sólo ha incorporado los aspectos financieros de la crisis de otros países sino porque, además, tiene caracteres propios, derivados de la forma en que teníamos organizada nuestra producción. De otra, porque nuestra política económica se equivocó a partir de 2007, gastando en salvas y fidelidades electorales casi siete veces el superávit presupuestario que ahora nos hubiese servido para afrontar la recuperación con menores rémoras y limitaciones.

Nuestra crisis particular ha estado provocada por una estructura sectorial orientada casi exclusivamente a los servicios y a la construcción e inducida por una especulación feroz que no se ha querido cortar; por los elevados precios de los inputs energéticos; por unos costes de uso de la mano de obra que incorporan cargas públicas excesivas; por unas normas de contratación ineficientes e injustas, que protegen a quienes tienen empleo a costa de los parados y fijan salarios sin atender a las circunstancias particulares de cada empresa; por la corta eficiencia de nuestro capital material; por un mercado interior cada vez más fragmentado y, finalmente, por unas condiciones de competencia claramente mejorables. Todo eso reduce la competitividad de nuestras producciones, limita nuestras posibilidades de crecimiento y exige dolorosas reformas de fondo, difíciles de articular y tan costosas en términos electorales que sólo la fuerte presión de nuestros socios europeos a principios del pasado mes de mayo logró desbloquearlas, aunque tímida y parsimoniosamente. Es decir, con lentitud y sosiego en el modo de obrar, con flema y frialdad de ánimo, debido a la falta de convencimiento propio, producto de ideologías gubernamentales ancladas en un pasado fuera de tiempo y lugar.

no podía ser de otro modo en quienes habían comenzado por negar la evidencia de la crisis para aplicar después recetas de despilfarro tomadas de algún viejo manual de cuando el mundo se limitaba a pocos países que dominaban producciones y mercados con escasas posibilidades de que el resto del planeta fuera capaz de sustituirlos. Así los despilfarros públicos para sostener la demanda y el empleo en esos países podían pasar a los precios sin mayores problemas y el empleo propio mantenerse a costa del empleo de los demás. Pero la situación ha cambiado dramáticamente. Lo que hoy producimos aquí con altos costes puede producirse a la mitad en sitios hasta ahora insospechados, que se benefician de las nuevas tecnologías incorporadas por sus recientes inversiones sin la rémora de las viejas estructuras, aún sin amortizar, de los productores de siempre. Para competir con cierta ventaja sólo nos quedan la mejor formación de nuestros hombres y mujeres, la mayor capacidad y experiencia de nuestros empresarios, una dotación de infraestructuras que añaden importantes economías externas a nuestros procesos productivos y casi nada más. En contra tenemos todas esas circunstancias negativas que se han enumerado más arriba y que exigen de reformas profundas que han de emprenderse con rapidez y decisión. Sin embargo, poco o nada hará un Gobierno que, sólo a empujones y de malas ganas, se ha movido algo últimamente en esa dirección. A partir de ahora, con un horizonte temporal que no llega a ni a 12 meses, con un presidente amortizado, con procesos electorales inminentes y con ambiciones personales desatadas, no podremos confiar en nuevos milagros.

Sólo cabría esperar, quizá, un adelanto electoral para otoño que hiciera algo más corto el peligroso interregno actual. Pero tampoco podremos confiar ni tan siquiera en eso porque poderosas opiniones, muy contrarias y mejor escuchadas, ya se han opuesto a tal adelanto. A estas alturas sólo deberíamos poner nuestra confianza -esa confianza que reclamaba al principio- primero en nuestro propio país porque, si lo deseamos, seremos capaces de superar esta situación como lo hicimos no hace tanto siendo ejemplo para el mundo. Segundo, en que podremos consensuar, con sentido común y algunas dosis de patriotismo, un programa realista de política económica, es decir, un cuadro coherente de medidas de largo alcance, racionales y bien evaluadas, que se dirijan de inmediato, sin titubeos ni esperas, al núcleo de los problemas con los que nos enfrentamos. Tercero, en que pronto sabremos encontrar un nuevo Gobierno capaz de articular y de llevar a término la política necesaria, con cuatro años por delante y voluntad suficiente para ejecutarla. Esas son las tres únicas llamadas a la confianza que pueden formularse hoy. No caben otras.

Por Manuel Lagares, catedrático de Hacienda Pública y miembro del consejo editorial de EL MUNDO.

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