Confianza en Dios en tiempos difíciles

La confianza en Dios es la fórmula primera de pensamiento y de vida con la que el creyente se enfrenta a los retos del presente, tantas veces dramático y, tantas, gozoso, pero, sobre todo, con la que encara la incertidumbre del futuro y su horizonte inesquivable de la muerte.

Cuando se reconoce la fragilidad de la existencia humana, cuando hay que admitir que no se es «su dueño», que «el ser» lo hemos recibido de «Otro» y que no podemos garantizar ni un solo segundo su subsistencia por nuestras fuerzas físicas y/o espirituales y que nuestra libertad no es capaz por sí misma de asegurarle un curso y un final felices, la alternativa no es otra que «confiarse» a la sabiduría, a la bondad, al amor omnipotente de ese «Otro» que nos la ha donado gratuitamente, pidiendo a cambio, solamente, la respuesta del amor agradecido.

Si, además, el creyente sabe que ese Dios es Padre que ha enviado a su Hijo Unigénito al mundo, haciéndose hombre y muriendo en una Cruz para salvar a los hombres de la muerte del alma y del cuerpo, ¿cómo no confiarse a ese amor misericordioso que lo sostiene y lo salva? Es más, sentirá la íntima necesidad de unirse a Él, torturado y crucificado, para «completar su Pasión», contribuyendo a que el triunfo de su Resurrección se manifieste y active en el alma del hombre, impregnando de amor auténtico sus relaciones: las más personales -el matrimonio, la familia, la amistad- y las más sociales -la economía, el orden social, la comunidad política, la cultura, la ciencia- arrancando «al poder del mal» -«del Maligno»- el devenir de la historia y el destino de las personas y de los pueblos, venciéndolo con el bien, que triunfa interiormente con la fuerza de la esperanza paciente y generosa.

Las razones del creyente no son ajenas al no creyente, porque en su fondo alumbra lo que Benedicto XVI llamaba en su visita a Auschwitz-Birkenau «la razón del amor», en la memoria estremecida del espantoso horror de crimen y muerte cometido por su pueblo. Decía el Papa: «El Dios, en el que nosotros creemos, es un Dios de la razón -de una razón-, que no es simplemente una matemática neutral del Universo, sino que es una con el amor, con el bien». ¡Esa es la condición de la verdad del «Dios que es amor», explicada tan lúcidamente en su primera Encíclica de diciembre de 2005! Esa Verdad conocida por «la ciencia de la Cruz», adquirida por Edith Stein, judía alemana, discípula y adjunta de Husserl, convertida al catolicismo después de una noche de lectura del «Libro de la Vida» de Santa Teresa de Jesús. La profesa carmelita con el nombre de Teresa Benedicta de la Cruz, canonizada por San Juan Pablo II, la había descubierto en el último periodo de su vida de judía-católica, perseguida, meditando a San Juan de la Cruz. ¿Cómo no recordar sus «Cartas del alma»?: «Que bien sé yo la fonte que mana y corre, aunque es de noche! Aquella eterna fonte está escondida, que bien sé yo do tiene su manida».

La pandemia del coronavirus Covid-19 que amenaza al mundo con una siembra de enfermedad y de muerte atenazando el aliento del alma, hiriendo a los más débiles física y espiritualmente, está revelando cuánto hay de autenticidad en la verdad del amor humano, comprendido y protagonizado por tantos de nuestros hermanos que están dando la vida en los servicios sanitarios y en otros imprescindibles para el bien común, sin olvidar a los que cuidan el alma, en la clave de «ese amor crucificado», que brota del corazón de Cristo, «crucificado» y «Resucitado», presente en su Iglesia para el mundo. «¡Los santos de la puerta de al lado!», diría el Papa Francisco.

La última gran tragedia mundial que recordamos los de la generación de las postguerras civil y mundial, fue una guerra, la II Guerra Mundial. No es comparable sin más con lo que estamos viviendo ahora. Aquello fue causado y culpa directa del hombre. Esto, no. De todos modos no es ocioso aprender de las lecciones que nuestros contemporáneos sacaron para una nueva configuración de la relación entre los pueblos y para la comprensión misma del hombre. Uno de sus más finos intérpretes, Romano Guardini, advertía en su monografía sobre «el final de la edad moderna» -todavía abiertas las heridas producidas por la guerra- que no se trataba de saber cómo avanzar en el crecimiento del «poder» sobre la naturaleza y el hombre sino en «la doma» del poder obtenido, ya científica y tecnológicamente colosal, es decir, en su uso responsable moral y teológicamente. Lo que era entonces urgente para la Europa y el mundo de la segunda mitad del siglo XX, no lo es menos ahora para las sociedades y la humanidad de la primera mitad del siglo XXI.

Confiar de nuevo en Dios, en la verdad de su ley, inscrita en la naturaleza misma del ser humano -ley del amor a Dios y al prójimo como a uno mismo-, que en el Evangelio de Cristo Crucificado y Resucitado, nos es reafirmada y recreada como ley de la gracia, del amor con Cristo, en Cristo y por Cristo, amándonos como Él nos amó, deviene en esta hora dolorosa de la humanidad, en una inédita encrucijada histórica, una necesidad apremiante. Es el sostén espiritual que nos convierte, nos conforta y nos fortalece en la lucha contra el mal.

El don y la experiencia de la gracia sólo se abren al hombre cuando se hace humilde y aprende de nuevo a orar, en comunión con todos los Santos, de los cuales María, la Madre de Jesucristo, es la Reina. Aprender de nuevo a rezar el Padrenuestro, el Avemaría, el Rosario… por los que sufren, por los que mueren y por los que los socorren y ayudan «física y espiritualmente»... ¡cómo nos urge en esta hora del hombre, tan menesteroso del amor de Dios!

Antonio Mª Rouco Varela es cardenal, arzobispo emérito de Madrid.

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