Confianza y responsabilidad

El 22-M el pueblo español ha expresado su voluntad de manera rotunda. Lo ha hecho otorgando al Partido Popular una victoria histórica.

Los datos son de sobra conocidos y no requieren notas a pie de página ni comentarios marginales. Expresan una voluntad de cambio incontestable que trasciende al hecho de unas elecciones locales y autonómicas. Casi dos millones y medio de votos de diferencia, la pérdida de seis Ejecutivos regionales, la práctica desaparición de los socialistas del gobierno de los principales municipios del país y, en general, la incapacidad de los candidatos del PSOE para ser una alternativa frente a los Gobiernos autónomos del PP, evidencian que los españoles no tienen confianza en la idoneidad del conjunto del proyecto socialista a la hora de gestionar los problemas de los ciudadanos.

Con un balance así no es difícil concluir que las consecuencias políticas del 22-M van más allá del ámbito local o autonómico. Afectan a toda la gestión del Partido Socialista, comprometen la estabilidad del Gobierno y debilitan la eficacia de sus políticas. La causa de todo ello es evidente: desde el domingo soportamos un Gobierno censurado por el pueblo en las urnas. Un Gobierno que proyecta desconfianza por todos sus poros ya que se empeña en gestionar un país que le ha dado la espalda abrumadoramente.

Es cierto que asiste al presidente Zapatero el derecho a seguir al frente del Gobierno. Incluso es muy probable que siga teniendo el apoyo de su grupo parlamentario. Pero es discutible que tenga la confianza mayoritaria de la Cámara. Sobre todo después de que el programa y los compromisos que asumió en 2008 durante el debate de investidura yacen en el fondo de la crisis.

A la vista de estas circunstancias, la pregunta es clara: ¿contribuye a los intereses generales esta legítima pugna que plantea el presidente Zapatero con la realidad? Es más, ¿debería resignar su pundonor personal ante el peso de la gravedad de la situación por la que atravesará el país en los próximos meses?

Parece evidente que sí. Máxime cuando está en juego vencer la crisis arropado por la energía de quien localiza sus esfuerzos en ello con los instrumentos que le confiere presidir un Gobierno democrático.

En una sociedad abierta, y después de la derrota sufrida por el Partido Socialista el 22-M, esto solo puede conseguirlo quien demuestre que tiene plena sintonía con la mayoría del pueblo, bien agotando la legislatura tras una cuestión de confianza que renueve su credibilidad en la sede de la representación de la soberanía nacional, bien disolviendo las Cámaras y convocando elecciones generales para que los ciudadanos fijen su opinión al respecto. De ambas soluciones la más idónea es la última, por varias razones: porque han transcurrido ya tres años desde que el Gobierno fue elegido por una mayoría que creyó a Rodríguez Zapatero cuando negó la crisis; porque sigue sin gestionarla con éxito después de dos remodelaciones ministeriales que no han enderezado la situación ni la credibilidad del Gobierno; y porque desde el 22-M se ha producido un cambio radical de orientación política en dos de los tres pilares territoriales de nuestro Estado: el poder autonómico y el municipal.

Por todo ello, poner a cero el contador de la confianza del Gobierno de España a través de unas elecciones generales es básico para fortalecer el crédito de nuestro país y de nuestras instituciones. Primero, porque ver a los ciudadanos votando pone las cosas en sus justos términos al demostrar que las urnas son la única fuente de legitimidad real de la democracia. En este sentido, no me cabe duda de que los partidos interiorizarán el mensaje de malestar ciudadano explicitado de forma espontánea días atrás e impulsarán mejoras de calidad democrática y transparencia que refuercen lo que somos a pesar de imágenes que nos vinculan al norte de África: una sociedad europea, que se siente orgullosa de los mecanismos de legitimidad que la civilización democrática se ha dado a sí misma cuando quiere, como diría Popper, poner y quitar Gobiernos pacíficamente.

Y segundo, porque cuando la crisis golpea con dureza a nuestro país, es cada vez más necesaria, por no decir imprescindible, una política económica pensada a largo plazo. De hecho, para lograr su ejecución exitosa se requiere, entre otras cosas, un Gobierno estable en el que se reconozca la mayoría de los ciudadanos. Un Gobierno que disponga a su favor de un respaldo popular que, en los primeros meses de legislatura, afronte un programa de reformas estructurales que apueste decididamente por la recuperación futura de nuestra prosperidad; que coordine políticas de corresponsabilidad con los recién elegidos gobiernos autónomos y municipales y, lo más importante, que fije un horizonte estratégico de Estado que, junto al otro gran partido nacional, consensúe dentro de un clima de lealtad institucional los asideros viables sobre los que sustentar nuestro bienestar y nuestra presencia en el mundo para la próxima década.

Por José María Lassalle, secretario de Cultura del PP y diputado por Cantabria.

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