Confinadas de por vida

La verdad sea dicha: mi madre no salía de casa más que una vez por semana. Todos los sábados por la tarde para cargar el carro de la compra en un supermercado. A veces también los domingos, pero diría que esa era una más de sus obligaciones: acompañar a mi padre en coche a los sitios a los que él decidía ir. También pisaba la calle cuando había cosas concretas que hacer: visitas al médico, renovación de papeles, entrevistas en el colegio. En realidad no eran tantas las excusas para cruzar el umbral. Por eso aprovechábamos las salidas dando rodeos, visitando tiendas o andando, andando simplemente por el exterior con el salvoconducto del “tener que”.

Otras mujeres como mi madre salían más que mi madre: iban al mercado, visitaban a otras mujeres en sus apartamentos sin que se parecieran en nada a las del harén de Delacroix, ya les hubiera gustado a esas inmigrantes tener algo que ver con el reflejo orientalista, que su encierro fuera tan exquisito y opulento. Escapaban a sus diminutos pisos húmedos y fríos refugiándose en los saloncitos, también húmedos y fríos, de sus compatriotas para sobrellevar el doble confinamiento (el de ser mujeres y recién llegadas) contándose historias con todo lujo de detalles, con el despliegue de recursos propio de las lenguas que no se cuentan más que de palabra. Pero aunque hubieran podido escribir, no las imagino desahogándose en diarios personales, creo que esas reuniones ruidosas las salvaban de la más absoluta desesperación. Todas estaban educadas en la reclusión, a todas les enseñaron que la calle es de los hombres y la casa de las mujeres, pero la aplicación de las leyes del encierro variaba mucho de un caso a otro. También la obediencia y las estrategias para burlarlas.

Así que algunas de esas mujeres abrieron una pequeña brecha en las paredes de la cárcel que les había tocado y empezaron a ensancharla poco a poco, sin que casi se notara: se apuntaron a clases de lengua o empezaron a echar “unas horas” de limpieza aquí y allá. Pero no nos vamos a engañar, no hubo ninguna revolución en la generación de nuestras madres, apenas empezamos nosotras a rasgar las leyes de la moral tradicional que nos tocó en suerte. La educación y la cultura que restringía a lo mínimo esencial la presencia de mujeres en los espacios públicos no eran una tela liviana, eran un muro de hormigón, una muralla milenaria. “La madre de mi madre se murió y mi padre no dejó que fuera a verla por última vez” me contó una tía en el pueblo y como ella infinidad de relatos del mismo tipo. ¿cómo hicieron para transportar esa muralla antigua hasta la moderna Europa nuestras familias? Algunas estamos intentando comprenderlo al mismo tiempo que trabajamos para derribarla.

Les cuento esto y no sé si tengo muy claro que tenga derecho de hacerlo. ¿Puedo yo hablar por mi madre para contar las injusticias que ha sufrido a lo largo de su vida sin pedirle permiso? No lo sé, lo único que sé es que si le pido permiso no me lo va a dar porque forma parte de su educación en el confinamiento la ley del silencio que le prohíbe denunciarlo, más aún cuando se trata de contarles a “otros”, que no somos “nosotros”, nuestro modo de vida para que nos juzguen y vean confirmados sus prejuicios y nos nieguen aliento por ser inferiores al tratar así a las mujeres (lo que les decía del doble confinamiento: machismo y racismo). Si mi madre me dijera algo así (hace tiempo que sabe que no me callo y por eso no dice nada ya) le contestaría que la costumbre de encerrar a las mujeres es muy antigua y aunque con modulaciones distintas también fue vigente aquí hasta no hace mucho y que incluso a día de hoy podríamos detectar algunos de sus vestigios en ciertas estructuras que atenazan a las mujeres a pesar de que salen y hacen lo que les da la gana, son independientes y no necesitan que ningún hombre las acompañe ni las mantenga ni las valide ni mucho menos que les proteja el honor (¿qué será eso, por Dios?).

Puede que sea complicado explicarle a mi madre que estas “otras” mujeres liberadas del yugo doméstico acabaron asumiendo otras formas de domesticación, de sumisión expresa ante el vértigo de la libertad. Que durante siglos usaron amarras incómodas como corsés y refajos que por un breve instante quemaron en la hoguera pero que luego volvieron en forma de restricciones en el comer (algo que mi madre no entendió cuando empecé yo misma a practicarlas para integrarme) y agotadoras sesiones de ejercicio sin finalidad y que el corsé antiguo es ahora invisible y se interioriza al ir tragando desde pequeñas los modelos estéticos de mujeres minimizadas, borradas, plastificadas.

Que el encierro invisible e incorporado de millones de mujeres libres se traduce en ir cargándonos de tengosque cada vez más pesados: tengo que estar delgada, tengo que ser guapa, organizada, amante hábil y siempre dispuesta, madre helicóptero, amiga divertida, a la última moda y con la manicura perfecta. Como mi madre es lista igual ya se ha dado cuenta de que el modelo que yo he abrazado no es ninguna panacea pero aun así, aun así, me sigue doliendo en el alma y en el cuerpo su confinamiento perpetuo. Mi modelo, el occidental, es tremendamente imperfecto pero hay margen para la emancipación. A veces estrecho e incómodo, a veces agotador, pero ese resquicio es vida pura comparada con salir de casa una vez por semana o que tu momento de alivio de soledad y tareas sea asomarte por la ventana para ver pasar a la gente.

Sigo preguntándome si tengo derecho a romper su silencio, a hablar por ella. Lo he hecho ya encarnándola en personajes de ficción que se le parecen pero ahora que estamos todos viviendo una vida parecida a la suya, me sale un grito profundo que quiere denunciar a los cuatro vientos la verdad incómoda que me sigue hiriendo: mi madre no salía de casa más que una vez por semana, para hacer la compra. Y yo vivía como una fiesta el sábado por la tarde porque se aliviaba levemente mi impotencia ante su secuestro permanente. No sé si tengo derecho a contarlo pero no hacerlo me convierte, de algún modo, en cómplice de sus verdugos: el que la confinó de forma estricta, mi padre, y todos los que la educaron, que nos educaron, en esa cultura para que nos pareciera algo totalmente admisible que una madre, una persona adulta, no pudiera pisar la calle sin un salvoconducto y sin ir acompañada, aunque quien le guiara los pasos fuera un niño o una hija como yo que no mucho más tarde también sería requerida al confinamiento.

Escapé como pude y muchas mujeres, madres e hijas, salimos cuando nos da la gana. No pudieron frenar ese avance que hicimos practicando la libertad que se nos negaba: salir por salir para mantener el derecho a hacerlo, para que la vía abierta no vuelva a cerrarse sobre sí misma. Luego ya vendrían inventos nuevos para que, como pasó aquí, interioricemos restricciones por sumisión expresa: taparnos sería uno de esos inventos, pero de eso ya les he hablado en otro momento.

Desde que empezó el estado de alarma no puedo pensar en otra cosa: mi madre y millones de mujeres como ella, son obligadas de por vida a quedarse en casa porque la casa es el espacio que les corresponde. Sí, sigue existiendo aquí y ahora un confinamiento de por vida para ellas. No sé lo que ustedes pueden hacer con esta información, lo mínimo sería no ser indiferentes. No sé lo que tengo que hacer yo con esta herida: compartirla con ustedes es un intento de sanarla.

Najat el Hachmi es escritora.

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