Confluir en el “espacio bonito”

No es de ayer la fuerte tendencia de las izquierdas al faccionalismo. En los comienzos del siglo, el republicanismo aparecía fragmentado en diversos partidos organizados en torno a fuertes personalidades, normalmente alejadas no porque faltara una misma cultura política que compartir, sino por cuestiones más prosaicas que tenían que ver con tipo de organización, estrategias a largo plazo y tácticas de coalición para lo inmediato. El socialismo, otra cultura de izquierda, se dividió muy pronto entre defensores a ultranza de las originarias purezas obreristas y quienes propugnaban alianzas con los republicanos y, dos décadas después, entre quienes vivían a la espera de la revolución y quienes pretendían para mañana mismo asaltar los cielos, los comunistas, que enseguida tildaron a sus antiguos camaradas de socialfascistas y lacayos de la burguesía. Ni que decir tiene que republicanos, socialistas y comunistas tenían que vérselas continuamente con los anarquistas, pronto divididos entre sindicalistas y faístas.

De modo que en las Cortes Constituyentes de aquella Niña bonita que fue la recién nacida República española se sentaron diputados pertenecientes a 22 agrupaciones políticas, una cantidad que refleja más una situación de fragmentación extrema que de bipolarización, a la que es costumbre atribuir el atroz final del nuevo régimen. La falta de unidad, tanto política como sindical, fue la causa de nuestra derrota, se decía en uno de los múltiples y vanos llamamientos a la formación de un gobierno de Unión Nacional lanzados por el Partido Comunista en los primeros años de lo que se convertirá en un largo, interminable, exilio. Una fragmentación que no escapó a la mirada de los agentes de la CIA que en un curioso informe sobre la situación política en España, en diciembre de 1947, consideraban nula la posibilidad de un retorno de la izquierda del exilio al poder porque, a pesar de la vitalidad exhibida por cada uno de sus cinco movimientos —republicanismo, socialismo, comunismo, anarquismo y regionalismos, en sus variantes vasca, catalana y gallega—, sufrían colectivamente los efectos del faccionalismo y de las escisiones.

Confluir en el espacio bonitoEsta situación explotó en los años del tardofranquismo con la aparición de lo que, en los primeros pasos del proceso de transición política, se conoció como sopa de siglas; un magma que llevó a pronosticar a muy distinguidos politólogos una inminente situación de caos, enfrentamiento y vuelta a empezar. Fue la decisión de los electores la que redujo aquel mosaico de partidos y partiditos a cantidades políticamente más manejables: de la treintena de partidos de las últimas Cortes republicanas se pasó a la docena de las Cortes de la democracia, con el añadido de que en cada uno de los dos grandes campos en que se distribuían, izquierda y derecha, uno de ellos disponía de mayoría suficiente para formar gobierno. El hundimiento de UCD, la hegemonía pronto consolidada del Partido Socialista en su espacio político y la profunda crisis que llevó al Partido Comunista a esconder desde 1986 sus siglas tras la marca Izquierda Unida alumbró en la historia política española la insólita situación, nunca vista desde las Cortes de Cádiz, de un gobierno largo de izquierda: disciplina y autoridad como condiciones para el ejercicio del poder se aunaron por vez primera en lo que parecía poner fin a una secular historia de faccionalismo.

Esto se ha acabado, con el resultado, para la izquierda, de un bloqueo que amenaza con garantizar a la derecha la permanencia en el poder antes de haber procedido a una limpieza a fondo de sus establos. Un politólogo nos diría que en los nuevos partidos de izquierda faltaron incentivos para sacar adelante la única fórmula reformista que posibilitaba el resultado de las elecciones: una coalición que abarcara desde Ciudadanos hasta Podemos, con el Partido Socialista en el papel central. Y en verdad, seducido por la perspectiva del tan ansiado sorpasso, ahora llamado pasokización, Podemos ha dinamitado esa salida, reforzando a la par lo que los comunistas llamaron durante décadas centralismo democrático, o sea, una dirección que asume todo el poder y que lo manifiesta con descaro por el procedimiento de purgas internas y los indecentes plebiscitos externos.

¿Para qué? No más que para reforzar la posición del líder en la inminente batalla por ocupar, palmo a palmo, aunque con profusión de besos y abrazos, la mayor parcela posible de eso que la alcaldesa de Barcelona ha bautizado como espacio muy bonito, aquel en que todas las confluencias se encuentran y se funden en una única candidatura. Por si acaso, y para que nadie pierda su identidad, y la diversidad enriquezca al conjunto, cada una de las confluencias va adoptando la clásica forma de partido, con su equipo dirigente en torno, o más bien en semicírculo, al o a la líder carismático/a, a quien en tiempos digitales no le resulta difícil, sino más bien pan comido, reforzar su poder por medio de plebiscitos en la red. La forma de partido, tan denostada en el origen del movimiento 15-M, se convierte así en baluarte de las diversas identidades de las que se supone saldrá un nuevo sujeto político: ha bastado un año de gobiernos municipales para convencer a los dirigentes de movimientos sociales, hoy en horas bajas —los movimientos, no los dirigentes—, de las virtudes inherentes al partido como organización, entre ellas, en primer lugar, la de mantener y ampliar sus respectivas parcelas de poder.

El problema consiste en que un Estado no se puede gobernar a la manera de un municipio. Proyectar hacia la gobernación del Estado la fórmula del espacio bonito en que todas las confluencias —por definición: movimientos locales, capaces de ocupar calles y plazas y hasta de cambiarles de nombre una vez el poder en sus manos— se encuentran como nuevo sujeto colectivo es la mejor senda hacia la desagregación de intereses y hacia un extremo localismo, que no puede sino desembocar en el clientelismo y en el nepotismo, características casi congénitas del sistema de la política en España desde los tiempos de Maricastaña.

A este horizonte nos conduce la forma que adopta esta especie renovada de fragmentación de la izquierda en los tiempos que corren. Puede producir entre los entusiastas algo cercano al éxtasis mientras queden tantas parcelas por ocupar, tanta cosecha que recolectar. Pero por lo que respecta a los problemas que afectan al Estado y a la urgencia de las reformas pendientes, cuando ya todo esté ocupado y repartido, resultará imposible levantar la mirada desde el cultivo de intereses particulares —recubiertos por el manto de la identidad que todo lo tapa— hasta aquello que los antiguos llamaban intereses generales.

Santos Juliá es historiador.

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