Conjuración por la lectura

En vísperas de la desasosegante reforma de planes universitarios que acaba de desencadenar el ministro Wert, me da por pensar que seguimos sin prestarle atención a cosas aparentemente pequeñas, pero tal vez más importantes. En un artículo publicado en este periódico, Francesc de Carreras discutía Tres problemas de la universidad española. Coincido con Carreras en que la selección del profesorado (y quizá del alumnado) y la autogestión de las universidades, sin responsabilidad financiera, son dos problemas de suma gravedad. Ninguno de ellos será atajado por esta reforma, como tampoco el tercero y más importante: la formación de los estudiantes.

Pero no se trata de la formación con la que entran, sino con la que salen. Porque lo que nos decía Carreras es que los alumnos llegan muy mal preparados del bachillerato, algo que llevo oyendo desde estudiante y que seguro que mis profesores ya habían tenido que oír. Quizá Platón se lo decía a sus discípulos, y quizá Sócrates a Platón. Esta nostalgia del bachillerato antiguo obedece seguramente más a sesgos del observador que a realidades observadas. Me inclino a pensar además que es errónea. Como poco, habría que considerar que hemos pasado de una universidad que acogía minorías muy selectas a otra que atrae mayorías (el 37% de los jóvenes españoles entre 25 y 34 años tienen estudios superiores, frente a una media europea del 26%). Y antes que eso, de una enseñanza sólo legalmente obligatoria hasta los catorce años a otra universal hasta los dieciséis.

Pero la nostalgia del bachillerato antiguo tiene sobre todo el inconveniente de situar la solución lejos de nuestras manos. “Alguien” tendría que intervenir en primaria y secundaria. Sin embargo, yo creo que los profesores universitarios sí podemos hacer cosas, y empezaré por la fundamental: la reivindicación de la lectura.

Muchos de los males de la formación que damos a nuestros universitarios tienen que ver con que apenas leen; no leen en general, pero tampoco textos específicos de las disciplinas que estudian. Los profesores nos quejamos sin cesar, y más ahora que Bolonia nos “obliga” a organizar seminarios y prácticas que suelen requerir lectura. No leen libros, no son capaces de seguir un artículo académico; por no leer muchos ni siquiera se acercan a una novela. Sin embargo, en secundaria y en bachillerato sí lo hacen: es obligatorio. ¿Por qué dejan de hacerlo en la universidad?

Hay diversas razones, pero creo que la principal es que los profesores no se lo pedimos. Y ya saben la forma que tenemos de pedir las cosas los profesores: “Esto entra para nota”. Cuando empecé Historia en la Universidad Autónoma de Madrid, lo primero que nos proporcionó cada uno de los profesores fue una bibliografía. La selección era variopinta: unos recomendaban primero libros más amenos, antes de pasar a los tochos. Otros se preocupaban menos, y recuerdo haber resumido libros que apenas entendí. Lo que estaba claro era que para aprobar, había que leer .

La cuatrimestralización de las enseñanzas se afrontó en su día comprimiendo los programas. Ahora pretendemos que los alumnos aprendan en cuatro meses lo que antes procesaban en ocho. La primera víctima de esta recorte fue la lectura sosegada, solitaria y fecunda de libros académicos. Incluso de fragmentos de libros. Los profesores renunciamos a pedirles lecturas para exigirles que se empaparan manuales o apuntes. Las dos cosas no podían ser, y elegimos la peor.

La lectura, y en especial de libros, tiene enormes ventajas. No se me ocurre nada más fundamental en el aprendizaje. Paul Graham nos recuerda en un precioso artículo lo importantes que son incluso aquellas lecturas que creemos olvidadas. “La mente es como un programa compilado del que hemos perdido el código fuente. Funciona, pero no sabemos por qué”. Así lo entendieron hace mucho tiempo aquellas universidades donde las clases tienen un papel muy menor frente a los seminarios y la tutorización personal. ¿Basados en qué? Basados en la lectura. Los buenos libros nos salvan de los malos profesores, y son mucho más abundantes y baratos que el peor de los docentes. Si aprendemos a leer, tendremos la herramienta fundamental para el aprendizaje a lo largo de la vida. En suma, lo más importante que podemos enseñar los profesores universitarios es qué y cómo leer en cada una de las disciplinas.

La impresión generalizada es que la lectura, y en especial de libros, ha sido desterrada de nuestras aulas universitarias. Peor aún, pretendemos exigirla en los cursos superiores cuando no hemos enseñado a leer en los primeros cursos. No tengo datos al respecto, y merecería la pena explorarlo. Pero si no estoy equivocado, es una pésima noticia cuya solución está sin embargo al alcance de la mano. Una solución relativamente sencilla y sumamente barata, que no exige cambios legales, ni dotación presupuestaria, ni penosos procesos de adaptación. Simplemente, volvamos a introducirla la lectura en nuestra enseñanza universitaria. Hagámosla casi obligatoria, pidamos a nuestros alumnos que lean, y por el camino enseñémosles a leer. Establezcamos medios eficaces para evaluar la lectura y promover su aprovechamiento. Lancemos una modesta conjura de profesores en pro de la lectura. Hagamos cómplices a los enseñantes de secundaria, muchos de los cuales ya nos llevan ventaja. Apostemos por el libro.

¡Y que tiemble YouTube!

Mauro Hernández es profesor de Historia Económica en la UNED.

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