Conmemoremos el ‘día de Lehman’

El 15 de septiembre conmemoramos el día de Lehman, la fecha en la que, hace 10 años, la quiebra de uno de los grandes bancos de inversiones de Wall Street conmocionó al mundo. El comienzo de la gran crisis financiera cuyos efectos sentimos todavía hoy.

Cuando decidimos qué aniversarios recordar y cómo hacerlo, dejamos ver nuestra interpretación colectiva de la historia. Que Lehman despierte interés es lógico. Su quiebra sacudió los mercados financieros a ambos lados del Atlántico y congeló el crédito en todo el mundo. La decisión de dejar que cayera el banco fue del Tesoro estadounidense y de la Reserva Federal, sin consultar con Europa, y se debió sobre todo al hundimiento de la propiedad inmobiliaria y la agitación política en Estados Unidos. Los líderes europeos se apresuraron a señalar culpables. El ministro de Hacienda británico, Alistair Darling, dijo a su homólogo estadounidense que Londres no quería importar el “cáncer” de Estados Unidos. Peer Steinbrück, ministro de Finanzas de Alemania, insistió en que esta era una crisis creada en Estados Unidos.

Conmemoremos el ‘día de Lehman’Lehman pasó a ser una más de las turbulencias originadas en Estados Unidos que han sacudido el mundo en las primeras décadas del siglo XXI, junto con la invasión de Irak en 2003 y la elección de Donald Trump en 2016.

Pese a sus intentos de echar la culpa a Estados Unidos, los europeos se encontraron pronto desbordados por su propia crisis “doméstica”, que atormentaría a la eurozona hasta 2012, pero se convencieron de que su crisis era diferente, porque tenía más que ver con la crisis de la deuda pública, la democracia y la Constitución europea. Es decir, surgieron dos historias distintas, con dos símbolos —Lehman y Grecia— separados por la cronología y por las aguas del Atlántico.

Sin embargo, la idea de que 2008 es una fecha relevante solo para Estados Unidos es falsa. Los bancos europeos estuvieron muy involucrados en la burbuja hipotecaria estadounidense. En 2006, casi el 30% de los títulos hipotecarios más peligrosos de Estados Unidos estaban en manos de bancos europeos. AIG, la gigantesca aseguradora norteamericana, tuvo sus mayores pérdidas con derivados negociados en Londres. Irlanda era un enorme paraíso fiscal al servicio de Estados Unidos y de la eurozona. Y Europa tuvo su propia burbuja inmobiliaria, empezando por el espectacular caso de España.

Una vez que cualquier tipo de activo —viviendas, acciones de tecnológicas o vinos de calidad— empieza a crecer, se convierte en polo de atracción para el dinero de todo el mundo. La burbuja inmobiliaria española se financió en gran parte con dinero extranjero. Como el déficit de cuenta corriente español parecía coincidir con el superávit alemán, casi todo el mundo responsabilizó a Alemania. Ahora bien, eso es confundir causa y efecto. El auge de España se alimentó con préstamos de toda Europa. La profunda integración financiera de la eurozona lo facilitó. Pero no hacía falta ser miembro de la eurozona para participar en la expansión crediticia del continente. La inflación de los precios de la vivienda en los Estados bálticos, que entonces no estaban aún en el euro, formó parte de la misma burbuja.

Los flujos de crédito alimentaron la demanda y distorsionaron la economía española. En la época de auge, el crédito y el precio de la vivienda crecieron tres veces más deprisa en España que en Estados Unidos. España estaba construyendo más vivienda que todo el resto de Europa. Como es natural, ese aumento de la actividad creó una gran demanda de importaciones y un inmenso déficit comercial. Era inevitable que, al estallar la burbuja, los efectos fueran devastadores.

Los mayores bancos españoles se las arreglaron relativamente bien, pero, cuando los precios inmobiliarios empezaron a caer, las cajas de ahorros se convirtieron en una bomba de relojería. Su crisis definitiva coincidió con el capítulo final de la crisis de la eurozona, en 2012, pero esa demora es engañosa. El golpe original que sufrió la economía española fue el estallido de la burbuja inmobiliaria en 2007-2008. Durante la crisis, el desempleo creció en el país del 8% al 26%: la mitad de ese desastre se produjo en 2008 y 2009, antes de que comenzara la crisis de los mercados de deuda europeos. No se debió a la estructura ni a las políticas de la eurozona, sino a la implosión de la burbuja crediticia en el Atlántico Norte.

¿Se habría podido hacer algo más para moderar la expansión antes de 2008? Quizá. Pero el resto de la eurozona no tenía el mismo crecimiento, de modo que el BCE no podía justificar una subida de los tipos. Dentro de España, hubo pocas llamadas a la contención, porque la expansión hace que los balances queden bien. En 2007, las finanzas públicas españolas parecían estar mejor que las alemanas.

El crecimiento no se reguló en ninguna economía de Occidente, no solo en Europa. Lo que fue específico de Europa, y de consecuencias devastadoras, fue la reacción ante la crisis. Esta diferencia no se notó de inmediato. Es cierto que Berlín se negó a considerar la posibilidad de una solución colectiva europea ya en octubre de 2008. Pero, con el tiempo, las políticas nacionales empezaron a coordinarse y el BCE respondió con rapidez a los problemas de financiación bancaria. En 2008-2009, la política fiscal expansiva ayudó a estabilizar la situación y los créditos generosos del BCE permitieron que los bancos compraran deuda soberana. Así comenzó una vaga recuperación. Un año después de Lehman fue cuando empezaron a notarse las discrepancias entre un lado y otro del Atlántico, cuando quedó claro que la eurozona no tenía respuesta para la crisis de la deuda soberana en la pequeña Grecia. Y entonces empezó a revelar su otra cara el mito de Lehman. Dejó de ser simplemente el símbolo de una debacle estadounidense para convertirse en el símbolo de un fracaso político. Se había permitido que el banco quebrara. No se le había rescatado. Esa fue la lección que se aplicó a Grecia a partir de la primavera de 2010: en vez de buscar soluciones fundamentales mediante la reestructuración de la deuda, prefirieron continuar con una estrategia de “extender y hacer como si”, acompañada de una desastrosa política de austeridad. El objetivo era evitar a toda costa otro Lehman. Para España, más golpeada por la crisis inmobiliaria que cualquier otro Estado excepto Irlanda, fue una mezcla catastrófica.

Los fracasos de la política europea a partir de 2010, desde luego, merecen su propia historia. Son un episodio profundamente doloroso y polarizador, que dejó en evidencia dónde está el poder en Europa. Pero todo eso no debe eclipsar la historia del auge y el colapso anteriores. Lehman puede ser un símbolo de esa crisis, pero solo si recordamos que no fue un suceso exclusivo de Estados Unidos, sino del Atlántico Norte.

Adam Tooze es historiador. Crash, su último libro, acaba de ser publicado en Crítica.Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.

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