¿Conocen a Tindar?

Tindar es un artista italiano, nacido en 1986 en Roma, obsesionado por el tema de la marca y la huella.

Dadme un amigo, parece decir. Un encuentro fortuito.

Un galerista, un coleccionista que me encargue una obra, un familiar. Lo que me interesa es su huella.

Es esa señal de identidad que teóricamente constituye, en las sociedades modernas, su huella digital.

De esa huella capturada sobre una sencilla hoja de papel blanco, Tindar se ha acostumbrado a hacer docenas, a veces cientos de copias, que después recorta para mezclarlas con otras huellas tomadas de otros individuos, y que pincha sobre unas diminutas varillas metálicas, fijadas a su vez, una al lado de otra, sobre una tela previamente cubierta de pintura acrílica que imita la tierra.

A partir de esas partículas de huellas, repetidas sin fin y ensambladas en una unidad tenebrosa y característica, forma retratos gigantes que, desde que los vi por primera vez, el año pasado en París, me traen a la mente el retrato imaginario del marqués de Sade que creó Man Ray, constituido, no por huellas, sino por piedras de la Bastilla.

Y entonces llega la crisis de los refugiados.

A Tindar, como a todos, le conmueve el espectáculo de las decenas de miles de seres humanos que huyen de Siria, Afganistán, Eritrea, Sudán, y que tantas veces se encuentran, al llegar, con que los tratan como animales.

conocen-a-tindarPero lo que más le impresiona es que, a su llegada al espacio Schengen, lo primero que hacen las autoridades de inmigración es fichar a esas personas huidas del infierno de la hambruna, la dictadura y las guerras y, para ello, les toman las huellas.

¿Es la vida —piensa— que imita al arte?

¿O, por el contrario, el arte arrastrado por la brutalidad de unas leyes que obligan a esos inmigrantes a solicitar asilo en el país en el que les han tomado las huellas (y que tienen el doble efecto de hacer recaer la mayor parte del peso sobre países como Italia y Grecia, más próximos a las zonas de origen, y condenar a los refugiados que desean rehacer su vida en un país del norte de Europa pero que deben identificarse en Cos o Lampedusa, a quemarse las yemas de los dedos para que sus huellas sean irreconocibles)?

Tindar va a Calais, que para muchos representa el final del viaje. Se mezcla con los trabajadores humanitarios que tratan de ayudar a esa muchedumbre de desamparados que sobreviven en los campamentos provisionales e insalubres de lo que no recibe más nombre que la jungla. Y allí se le ocurre una idea sencilla: tomarles, él también, las huellas a los inmigrantes. Pero, sobre todo, invertir el paradigma y enviar a los inmigrantes a tomar las huellas a los habitantes de Calais.

Y con esas huellas mezcladas crea una nueva serie de obras que se exhiben desde hace unos días en la Galería Saatchi de Londres, dentro de la Start Art Fair y antes de una subasta que se celebrará en París el próximo invierno, a beneficio de las organizaciones no gubernamentales que trabajan en esos campamentos.

Es una bella historia. Esa jungla, ese vertedero de personas, ha sido durante cuatro meses el escenario de un extraño ballet en el que se vio a los inmigrantes, provistos de papel blanco y tinta, ir a buscar a unas personas que en ocasiones les cerraron la puerta, les insultaron, los echaron, pero que, la mayoría de las veces, se prestaron al juego y se encontraron —en una inversión de papeles que recordaba a un carnaval, una saturnal o una revolución prudente— en la situación de los refugiados.

Y todavía hay más belleza. Porque no hay nada que se parezca más a una huella digital que otra huella digital.

Por más que la huella crea ser la impronta absoluta que garantiza —según decía Michel Foucault en Las palabras y las cosas— la “visibilidad incuestionable” de unas identidades “liberadas de toda carga sensible”, cuando las personas se reducen a esa huella, nada distingue a un sudanés de un comisario europeo, un periodista enviado a informar sobre el desmantelamiento de la zona sur del campamento o un habitante de la ciudad que se encuentra con esa situación extraña y más o menos inquietante.

De tal modo que estas nuevas creaciones, en las que se cruzan miles de huellas indisociables, se convierten en un símbolo poderoso de nuestra historia común, de nuestra parte de identidad compartida y de lo que, incluso en esa marca que en teoría indica lo más íntimo y exclusivo de una persona, consolida nuestra fraternidad.

Con todo, lo más bello son las propias obras, enormes trípticos en los que se despliegan largas estelas de formas indecisas, vías lácteas de un blanco grisáceo que se dirigen al azar hacia la oscuridad y la negrura, o siluetas sinuosas e irresistibles que parecen una metáfora del exilio y sus rutas. Evoca un dripping ordenado. Un tachismo aleatorio. El divisionismo inventado por Georges Seurat, que construía la forma, el color y la luz con una pura dispersión de puntos.

A menos que, desde este parterre de huellas vibrantes sobre sus finas varillas, casi invisibles, nos llegue el eco de unos sonidos aún más antiguos, que inundan el aire vespertino al ritmo de un vals o un vértigo.

Tindar es un artista sabio y sensible. Original y cultivado. ¿Resulta extraño que este joven maestro, que pasó sus años de aprendizaje copiando a los florentinos del siglo XVI (Rafael, Correggio) y los boloñeses del XVII (Carracci, Guido Reni), recupere, pues, al más pictórico de los poetas franceses?

Bernard-Henri Lévy es filósofo. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.

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