Conocimiento del infierno

El año pasado leí en este periódico la terrible historia de Andreas, una chica de 26 años que murió de meningitis pero que, por error, había sido ingresada en una unidad psiquiátrica. Los informes médicos recogen que la paciente, que presentaba un supuesto “episodio disociativo y personalidad frágil”, estuvo atada 75 horas seguidas sin poder moverse (es decir, se le aplicó la controvertida contención mecánica), porque había comenzado a mostrarse violenta al comprender lo que le estaba sucediendo: quería irse, gritaba y daba patadas, desesperada. Durante los cuatro días que duró su ingreso, a sus familiares se les impidió visitarla. Es difícil imaginar una pesadilla mayor: saber que no estás loca y que sin embargo te traten como tal, saber que cuanto más nerviosa y ansiosa te muestres, más posibilidades tienes de complicar las cosas. La noticia, era, en efecto, terrorífica, así como su desenlace: debido a los antipsicóticos y antidepresivos que le suministraron, Andreas llegó a un estado de “postración” tal que no podía comer ni hablar. Horas después murió debido a la fuerte infección que padecía.

Más allá de la desgraciada muerte de Andreas, hubo algo en la noticia que me sobrecogió: la falta de credibilidad y la inmediata reducción de derechos que apareja el ser considerado un enfermo mental. Por desgracia, meses después, debido al ingreso de una persona cercana en la unidad psiquiátrica de un hospital público andaluz, comprobé de primera mano esta y otras duras realidades relacionadas con el tratamiento de la enfermedad mental.

No me cabe duda de que la práctica de la psiquiatría —quizá la disciplina médica más cuestionada desde hace décadas— ha debido de mejorar notablemente en los últimos tiempos, pero puedo hablar de lo que vi, y eso es innegable. Y lo que vi —lo que llegué a ver, puesto que en torno a las unidades de psiquiatría hay un gran hermetismo— fue deprimente, nunca mejor dicho: instalaciones insuficientes y en mal estado, hacinamiento de pacientes, falta de intimidad y de espacios al aire libre, tres y hasta cuatro camas por habitación cuando en otras áreas hospitalarias hay normalmente dos, una sala de estar de dimensiones ridículas con una supuesta zona lúdica —unos cuantos juegos de mesa anticuados y rotos y una televisión encendida toda la tarde—, etcétera. El ambiente era hostil y deshumanizado; los pacientes vagaban por los pasillos mientras los enfermeros y auxiliares permanecían tras mamparas. Debido a la escasez de recursos, se mezclaban personas con patologías y trastornos muy diferentes, y también de edades muy diferentes —desde los 14 años, por ejemplo, los niños son ingresados como adultos—. Con el argumento de que hay pacientes peligrosos que pueden dañar a los demás o dañarse a sí mismos, el régimen era absolutamente carcelario e incluso degradante para todos los ingresados, que eran tratados como potenciales conflictivos sin distinción. Así, por ejemplo, las puertas de las habitaciones permanecían bajo llave —se establecían horarios para irse a dormir y los pacientes no podían descansar cuando lo necesitaban—, igual que los armarios en los que guardaban sus escasas pertenencias personales. Comprobé, además, la existencia de otras prácticas tan humillantes e innecesarias como hacer formar cola a los pacientes para recibir su medicación diaria u obligarlos a estar todo el día en pijama.

Impresionada por esta experiencia, quise pensar que se trataba de una excepción de ese hospital en concreto pero, al investigar al respecto, descubrí que desafortunadamente la situación está más extendida de lo que parece. Asociaciones de enfermos, familiares y sindicatos han denunciado prácticas similares en otros centros públicos, así como la falta de formación específica en salud mental del personal de enfermería y auxiliar que trabaja en estas áreas. Asimismo, psiquiatras críticos reconocen que es práctica habitual controlar a pacientes problemáticos mediante medicalización excesiva y técnicas de contención mecánica, llegando así a la paradoja de que, lo que debiera servir para curar o recuperar a los enfermos, solo consigue agravar su sufrimiento e incluso empeorar su estado. En una reciente entrevista, el director de Salud Mental del Hospital Virgen del Rocío de Sevilla admitía que en la sanidad pública hay una deficiencia en infraestructuras y dotación, que no se debe abusar de los psicofármacos y que se está revisando el uso de rejas y llaves carcelarias.

En el asunto de la contención mecánica, la plataforma 0contenciones.org ha denunciado el uso opaco e incontrolado en nuestro país, dado que no es posible acceder a registros que determinen quién tomó esa decisión, por qué motivo y durante cuánto tiempo: como le sucedió a Andreas, una persona puede permanecer atada durante días por una simple decisión del personal sanitario. En este sentido, me parece absolutamente necesaria una mayor transparencia en el funcionamiento de las áreas de hospitalización de agudos, ya que, por desgracia, sabemos que en entornos cerrados en los que se custodia a personas —centros de menores, residencias de ancianos, cárceles— a veces se producen abusos y humillaciones intolerables al amparo de la impunidad que genera ese mismo hermetismo.

Una de las carencias más llamativas en España es que no existe la especialidad de psiquiatría infantil y juvenil, a pesar de las demandas continuas desde hace años. Y si la media europea de gasto en salud mental está cercana al 8% del total invertido en sanidad, en España continúa por debajo del 5%, a pesar de la relevancia que, a juzgar por la OMS, tendrán en el futuro las enfermedades mentales. Es evidente que los recortes pesan lo suyo, porque la salud mental precisa personal especializado, instalaciones adecuadas y formación continua que destierre del todo prácticas propias de épocas pasadas y ya superadas en otros países. Sin embargo, me llama la atención el contraste entre la escasa inversión y la facilidad, casi prodigalidad, con la que se recetan hoy día antidepresivos y ansiolíticos. Me acuerdo ahora del caso de Carmen, la mujer sin hogar cuya historia conté en Silencio administrativo, que jamás recibió ninguna ayuda real para poder salir del estado de pobreza severa en que se encontraba pero a la que suministraban antidepresivos a discreción. “Yo no estoy deprimida por estar mal de la cabeza” —me decía—. “Yo estoy deprimida porque no tengo para comer”. Por eso, también es precisa una lectura trasversal de la enfermedad mental que contemple variables económicas y de género. Me pregunto cuántas mujeres pobres o cuántas víctimas de violencia machista son diagnosticadas con depresión, ansiedad o psicosis; cuántas entran en esa rueda para no salir más, sin que se ataje de raíz la verdadera causa de su sufrimiento.

Conocimiento del infierno es una novela de 1980 del escritor António Lobo Antunes, que abandonó la psiquiatría en protesta por las prácticas abusivas y deshumanizadas que existían en aquel momento. En España, la última Estrategia Nacional de Salud Mental fue puesta en marcha para el periodo 2009-2013 y, desde entonces, está paralizada la aprobación de una nueva. El Defensor del Pueblo ya ha instado al Ministerio de Sanidad a que dé prioridad a este asunto. Ojalá sirva para erradicar por completo los infiernos particulares a los que todavía se somete a muchas personas más allá de su enfermedad.

Sara Mesa es escritora.

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