Consecuencias del cierre de los prostíbulos

En los últimos días se está instando y pidiendo a las administraciones competentes el cierre de los locales en los que las personas que ejercen la prostitución se ocupan con sus clientes, sin reflexionar sobre las repercusiones que esta medida puede producir desde el punto de vista social, de salud y criminológico. Aportemos algunos datos que estimamos desde mi equipo de investigación en los años que llevamos indagando. La mayoría de las personas que ejercen la prostitución en España son mujeres, aunque alrededor del 15%-20% son hombres y transexuales, a los que también le afectará la medida.

En el año 2016 contabilizamos 1.114 locales de alterne en el Estado español, muy probablemente, en el momento actual sean menos porque han cerrado muchos de ellos, tal como hemos constatado. Estimando un millar de estos, que puedan quedar en el momento actual, se podría valorar alrededor de 40.000 mujeres venden servicios sexuales en estos locales, de las cuales una cuarta parte son españolas. Las mujeres que se ocupan en la prostitución en locales son, aproximadamente, el 40% de total de la prostitución, pues los pisos son los que acapara el mayor volumen del mercado de servicios sexuales.

Según los datos que poseemos, alrededor del 10%-15% son víctimas de trata con fines de explotación sexual, siguiendo los indicadores que derivan de los protocolos de identificación. Si nos referimos exclusivamente a explotación sexual dentro de la prostitución resulta complejo estimarlo, puesto que el concepto es ambiguo jurídica y socialmente, y es un reto por acometer con datos rigurosos para las ciencias sociales. En este caso, arriesgando nuestra estimación, en torno al 35% de las personas que ejercen la prostitución por decisión propia pueden vivir situaciones de explotación (horarios excesivos, comisiones elevadas, larga horas de ejercicio, etc.). Se ha pedido el cierre de los locales sin conocer previamente lo que supone para este volumen de mujeres. Planteamos las más sobresalientes.

Primero, estamos condenando a estas personas a realizar esta actividad en la clandestinidad, porque no van a dejar de ejercer la prostitución, como hemos constatado en el periodo de confinamiento por la pandemi del coronavirus. Se trata de su modo de vida, de pagar el colegio de sus hijos, de ayudar o sostener a sus familias, de pagarse sus estudios, de financiar sus proyectos vitales y empresariales, de participar en la sociedad de consumo. En definitiva, se trata de salir adelante dependiendo de sus economías, desde las más precarias y vulnerables a las más solventes. Relegar a un sector de población a la clandestinidad supone la condena al menosprecio y discriminación, quedando a merced de cualquiera que pueda abusar de ellas.

Segundo, los locales de alterne y de ejercicio de la prostitución están periódicamente vigilados por las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado, que en la última década ha cerrado y desarticulado muchas redes de abuso, trata y explotación. Es algo que debemos reconocer y aplaudir. Al ser locales públicos existe un control contra el abuso y la vulneración de derechos humanos. El gran problema en la lucha contra la trata y la explotación es la clandestinidad y el ocultamiento del delito, siendo muy difícil de perseguir. Además, las ONGs que están trabajando en estos sectores no podrán realizar su trabajo, ni los profesionales que trabajan en estos contextos podrán adecuadamente detectar e identificar a las víctimas de trata y de explotación. Las víctimas estarán más ocultas que en la actualidad. Lo prohibido y no tolerado se esconde, siendo muy difícil acceder a ello.

Tercero, la clandestinidad de las prostitutas conlleva una mayor agresión hacia ellas, así lo han documentado varios estudios, con importantes repercusiones en la salud. Las denuncias del cliente o de las propias protagonistas por las agresiones y violaciones sufridas disminuyen o desaparecen, porque supone una sanción por realizar una actividad no permitida. Si una sociedad criminaliza, prohíbe y es intolerante con las prostitutas está facilitando su humillación, explotación y el abuso hacia ellas. Los índices de violencia contra las prostitutas son siete veces mayores en aquellos contextos que han criminalizado y perseguido la prostitución.

Cuarto, los problemas de salud pública aumentarán porque las medidas preventivas serán muy difíciles de establecer. Se ha estimado que el riesgo al contagio de enfermedades de transmisión sexual y VIH son cuatro veces mayor en situación de criminalización de las prostitutas, dificultándose el acceso a los servicios básicos de salud y prevención. Por otra parte, las negociaciones con los clientes en términos de protección y servicios, así como las condiciones del ejercicio de la prostitución bajo la clandestinidad tienen una factura en salud pública importante que se unirá a la pandemia del coronavirus.

Por último, no disponemos de recursos sociales para atender este volumen de mujeres, máxime cuando en situación de crisis económica la prostitución aumenta alrededor del 15% al 20%, incorporándose antiguas prostitutas, porque siguen siendo las responsables y sostenedoras de sus familias. Eso supone que condenamos a un volumen importante de mujeres a correr mayores riesgos en su salud y en su bienestar personal, además de aumentar su vulnerabilidad, una mayor estigmatización y humillación. Esto está muy lejos de aplicar la tan mencionada perspectiva de derechos humanos, de género y de protección que se dice debe emplearse con este colectivo, sin olvidar que se anula el empoderamiento de las mujeres.

Carmen Meneses Falcón es doctora en Antropología Social y Cultural, Investigadora del grupo Género, riesgo y vulnerabilidad y profesora de la Universidad Pontificia Comillas en Madrid.

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