Consensos indeseables

No hace falta que lo repitamos ni una vez más: en las cuestiones políticas más relevantes, alcanzar consensos operativos entre los grandes partidos o fuerzas sociales es por lo común deseable puesto que garantiza estabilidad y eficacia. Sin embargo, también puede ser en ocasiones un modo de asfixiar las voces que reclaman salvaguardias contra la razón de Estado o de rechazar planteamientos nuevos que trastornan la plácida rutina vigente. En tales ocasiones, esos consensos resultan más opresivos que beneficiosos.

Por ejemplo, y no menor: durante gran parte de la legislatura hemos añorado decisiones unánimes de socialistas y populares frente al terrorismo, tanto en sus aspectos milicianos como políticos. No los hemos tenido, por culpa de las flagrantes falsedades gubernamentales y de la truculencia sin matices de la oposición. Finalmente se han puesto de acuerdo, pero en una cuestión escabrosa, que poco hace a favor de nuestras garantías legales (base de las libertades civiles): han aprobado conjuntamente rechazar la petición de las minorías parlamentarias que reclamaban la comparecencia del ministro de Interior para aclarar en la medida de lo posible las sospechas de tortura a los dos últimos etarras detenidos.

Por supuesto, investigar posibles abusos delictivos no supone desconfiar de antemano de la Guardia Civil ni negar su presunción de inocencia. Y eso lo sabe mejor que nadie la propia Guardia Civil, parte de cuya imprescindible tarea es indagar y despejar sospechas sobre cualquier ciudadano. Ni ustedes ni yo perdemos nuestra dignidad cívica -aunque sí demasiado tiempo a veces, la verdad- pasando controles en los aeropuertos o dejándonos cachear a la puerta de los edificios oficiales. Son medidas para evitar los delitos, no acusaciones personales que cuestionen nuestra honradez. Lo mismo pasa cuando hay denuncias de tortura. Por desgracia la tortura ha existido y todo indica que ocasionalmente sigue existiendo, según han señalado insistentemente instancias nacionales e internacionales que no siempre van a estar al servicio de la conspiración terrorista como pretende la derecha cerril (ahora apoyada por los cuentistas progubernamentales, que habrían reaccionado de otro modo si el ministro de Interior hubiera sido Mayor Oreja, por ejemplo). Aclarar caso por caso lo ocurrido es una garantía para defender la profesionalidad de las fuerzas de seguridad y también para poder exigir responsabilidades penales, sea por calumnias a unos o por malos tratos a otros. Por eso hubiera sido aconsejable escuchar la explicación parlamentaria de Rubalcaba, cuya forzada ausencia no favorece a las instituciones que pretendemos defender.

No es el único consenso mayoritario que tiene poco de progresista, es decir, de políticamente emancipador. Hace unos meses, ERC propuso debatir sobre la Renta Básica de Ciudadanía, una asignación fija para todos los ciudadanos -sea cual fuere su renta o incluso si carecen de ella- que sustituiría a las formas actuales de seguridad social y replantearía la idea misma de la obligación laboral basada en la mera productividad. O sea, un nuevo concepto de trabajo donde abundan las máquinas y sobra mano de obra. Es un tema aún teórico, con múltiples dificultades prácticas y con ribetes utópicos pero que se discute en muchos foros europeos ilustrados y que no merece ser despachado con un simple encogimiento de hombros. Sin embargo, ésa fue su suerte en el Parlamento. Suscitó algo peor que el rechazo, el desinterés ridiculizador y barato: algunos parlamentarios, como el peneuvista Emilio Olabarria, lo descalificaron diciendo que propone pagar a la gente por no trabajar, jo, jo, una visión tan perspicaz como la de quienes ante un cuadro de Kandinsky aseguran que éso lo hace mejor su nene de cuatro años.

Suerte parecida sufrió otra propuesta, ésta de IU, para despenalizar el uso de cannabis, en razón de la completa inocuidad del producto (causa más trastornos por reacciones alérgicas la aspirina que la marihuana) y en nombre de la autonomía individual. Pues nada, horrorizado rechazo general. Una diputada del PP, a la que se le nota la cultura médica e histórica, dijo que sería como «legalizar el genocidio». Menciono estas dos propuestas de grupos cuyas otras opiniones no comparto en muchos casos para subrayar que las ideas interesantes o razonables, aunque vayan a contracorriente, deberían ser apoyadas por los progresistas vengan de donde vengan. Espero que UPyD, cuando esté en el parlamento, lo haga así y no se sume a los cómodos consensos de los rutinarios.

Pero tales connivencias indeseables (sobre todo cuando faltan las que serían realmente imprescindibles) no son exclusivas de los partidos políticos. También las practican con todo desahogo los medios de comunicación en algunos casos. Por ejemplo, el silencio apenas alterado en torno a los cada vez más vergonzosos episodios el día de la izada en la fiesta de San Sebastián y en la concurrente tamborrada de Azpeitia. Este año ha habido más pancartas y símbolos de apoyo a ETA (directamente a ETA, sin los habituales intermediarios) que nunca, tanto en la plaza de la Constitución y entre los asistentes al festejo mismo. O sea lo mismito que dice el concejal socialista Ernesto Gasco: «Ha sido una fiesta extraordinaria desde todos los puntos de vista, con más gente que nunca y todo ha funcionado a la perfección». De modo que todo el mundo punto en boca, desde el más modesto gacetillero dedicado a hacer 'ñoñostiarrismo' de ocasión a destajo hasta el ínclito Iñaki Gabilondo, con el tambor de oro como mordaza y los otros tambores por corbata. Y en Azpeitia aún peor, claro, porque aquello ya no lo comentan ni los escasos medios que aún se preocupan de lo que ocurre en San Sebastián, capital al fin y al cabo. Tiene gracia en cambio que los mismos que no prestaron atención o silenciaron el akelarre batasunero de Azpeitia se hayan admirado del desparpajo con que el etarra Martín Sarasola corre tan tranquilo la San Silvestre en esa misma villa, entre bomba y bomba. ¿Hombre, por qué se va a privar! Los que no podríamos participar en la prueba ni siquiera presenciarla tranquilamente seríamos María San Gil o yo, entre otros muchos. Pero con que todos nosotros nos quedemos en casa, renunciemos a ir a la plaza de la Constitución para poner carteles contra ETA y no le estropeemos la fiesta a quienes han decidido que con no mirar al logotipo del hacha y la serpiente ya está todo arreglado, unas fiestas de lo más estupendo, oiga. ¿Ni siquiera han asesinado a alguien en cualquier sociedad gastronómica, como otras veces! De modo que la cosa ya se va arreglando. Con razón asegura nuestro lehendakari que esta sociedad vasca tan consensuada va a acabar con el terrorismo cualquier día de éstos, en cuanto le dejen los malvados jueces madrileños y la perversa Guardia Civil. Pues nada ya saben: a creérselo todo el mundo.

Fernando Savater