Ahora que ya están las aguas más calmadas con respecto a la ley del solo si es sí, y sus efectos no deseados, con las enmiendas aprobadas, y la ley en vigor, quisiera hacer una reflexión sobre el eslogan reivindicativo que parecía resumir su espíritu. “Poner en el centro el consentimiento” ha sido el mantra que se ha repetido como proclama ética indiscutible y más aún ante la supuesta traición de aquellos que jurídicamente han tratado de frenar la sangría de excarcelaciones que la ley ha provocado. Consentimiento no impugnado, si bien entendido de forma diversa según las siglas políticas, e incluso reclamado ya como eje de la anterior legislación.
No obstante, lo que debe garantizar el derecho no es lo que debe reclamar el feminismo. El derecho debe garantizar que un acto sexual sea consentido para no incurrir en delito. Sin embargo, desde un punto de vista feminista no cabe “poner en el centro el consentimiento” —y seguir vendiendo así la ley— pues ello perpetúa, en el fondo, una visión de la sexualidad en la que el hombre desea y la mujer pasivamente “consiente”. El varón aparece aquí activo y la mujer pasiva.
La intención de la ley es clara: que todo acto sexual no consentido sea considerado punible, sin necesidad de que la mujer muestre resistencia heroica o sufra agresión física constatable.
En derecho, el consentimiento equivale a la aceptación de un contrato (de alquiler o venta de vivienda, de suministro de luz, de edición de un libro…); así pues, el consentimiento sexual implicaría un contrato sexual implícito.
La Ley orgánica 10/2022 de 6 de septiembre, de Garantía Integral de la Libertad Sexual establece el no consentimiento como criterio para evidenciar la agresión sexual; así, en su artículo 178 afirma: “Sólo se entenderá que hay consentimiento cuando se haya manifestado libremente mediante actos que, en atención a las circunstancias del caso, expresen de manera clara la voluntad de la persona”.
No deja de apelar esta definición a la visión de individuos libres, que ejercen una elección, ajenos a cualquier condicionante estructural o de poder. Una ficción insostenible filosóficamente hoy, y que, dado el contexto emocional al que se aplica, evidencia más su irrealidad. Y esta es una cuestión de difícil clarificación contrastable, que enturbia la parte positiva de la ley: su intento de dilucidar cuándo el aparente consentimiento entraña coacción, y cómo esta no se puede reducir a la agresión violenta o aquel a la falta de resistencia. Otro hándicap lo constituía el hecho de que el ministerio proponente —el de Igualdad— partía de una postura “antipunitivista”, también palpable en torno a la posible ley sobre la prostitución, y que se plasma, en ese último caso, en el rechazo a multar a puteros y proxenetas. Es este posicionamiento ideológico, voluntariamente buscado, el responsable en la reducción de penas a los agresores sexuales.
El problema, no solo jurídico, sino social, psicológico y político consiste en desbrozar cómo el asentimiento a una relación sexual está condicionado por una serie de circunstancias que pueden promover una acción en el fondo no deseada. Y ese sí que ha sido un tema largamente analizado. Recordemos, por ejemplo, el ensayo Du consentement de Geneviève Fraisse, publicado en 2007, o la aquiescencia de la intelectualidad francesa de los años 1970 a 1980 al sexo entre adultos y menores, denunciada por Vanesa Springora en el libro que relata su relación a los trece años con Gabriel Matzneff, 36 años mayor que ella.
Milena Popova en Consentimiento sexual subraya la complejidad del consentimiento, pues, lo venimos resaltando, no podemos pensarlo como un simple pacto entre individuos, captamos mejor su dimensión real si lo percibimos “como algo enmarañado en estructuras sociales, costumbres culturales y complejas maniobras de poder”.
En orden a este análisis multifactorial que planea sobre en la autonomía de las mujeres, el movimiento feminista de los años 80 y 90 del pasado siglo promovió el lema del “no es no”, que, posteriormente, se ha completado con el “solo sí es sí” o “consentimiento afirmativo”, que, como respeto al deseo manifestado de las mujeres, es lo que pretende recoger la mencionada Ley de Garantía Integral de la Libertad Sexual.
Y por esta errónea identificación de consentimiento con voluntad, diversas autoras se han esforzado por mostrar que no estamos hablando de un contrato, sino de una complicada situación en la que la mujer se siente impelida a “consentir” sin ni siquiera evaluar su propio deseo.
Una verdadera reivindicación feminista debe poner en el centro el deseo, la voluntad de la mujer, su decisión libre de compartir en igualdad todo erotismo, no el mero hecho de consentir una acción que se realiza sobre ella, utilizando su cuerpo como elemento saciante para otro. Si esto es lo que se pretende reclamar, al menos digámoslo bien.
Rosa María Rodríguez Magda es filósofa y escritora.