Manipular las palabras da una gran rentabilidad política y social. Y cuando esas palabras definen a las personas, resulta muy llamativo que cuando se les adjudica un término, tergiversado, de su forma de ser y pensar, se acepta con bastante mansedumbre. Así ocurre con los términos «conservador» y «progresista». Al primero se le da normalmente un contenido peyorativo: conservador es igual al anquilosado, al que admite sin lucha las desigualdades y las injusticias sociales. A quien no quiere cambiar todos los estándares de nuestras vidas; y si viene a cuenta equipara al conservador con el «facha», el «inmovilista». Sin embargo, el progresista, el «progre», se define e identifica con el avanzado, el luchador por la igualdad, el amante de lo moderno, de lo nuevo. Gracias a los «progres» el mundo cambia a mejor, prospera. Y, en segundo lugar, a los conservadores se les ubica en la «derecha» y a los progresistas en la «izquierda».
El diccionario de la lengua define al conservador como «persona favorable a la continuidad de las estructuras vigentes y defensor de los valores tradicionales». Y al progresista se le identifica con personas de ideas políticas sociales y avanzadas, enfocadas a la mejora y adelanto de la sociedad.
Los progresistas privilegian la libertad personal sobre la libertad económica y hacia ese objetivo dirigen sus reformas. Y hay quien defiende que tras la caída del Muro de Berlín la dicotomía capitalismo-socialismo ha perdido mucho sentido, mientras que cobra protagonismo la existente entre reformadores e inmovilistas.
Pero qué duda cabe que pueden producirse reformas que empeoren la vida de los ciudadanos, puesto que reformar por reformar no es, en sí mismo, progresista. Lo importante es el contenido de las acciones cívicas y políticas, y esas acciones podrán ser progresistas o no en función de que logren una mayor felicidad para sus destinatarios. Y ello lo puede conseguir tanto un conservador como un progresista, ya que conservador no es igual a inmovilista.
La felicidad es la meta deseada de los humanos. Y la felicidad, básicamente, se consigue con la satisfacción de las necesidades materiales y espirituales. En lo esencial somos felices si tenemos recursos económicos para vivir razonablemente, libertad (en todos sus ámbitos: de expresión, de elección, de movimiento, de pensamiento, etc.) sin cortapisas inaceptables, una convivencia pacífica y una formación intelectual de altura. Y eso ¿quién lo facilita? Pues si echamos un vistazo a la historia concluiremos que, por ejemplo, el comunismo no lo ha logrado porque acabó (y acaba donde está vigente) con las libertades personales y públicas, y así mismo porque acabó (y acaba donde esté vigente) con la prosperidad socio-económica de los ciudadanos.
Por eso es una falacia la habitual equiparación de los progresistas con los que profesan ideas izquierdistas y de los conservadores con los de la derecha irredimible, y frecuentemente con los «fachas», e incluso con los fascistas. Es una simplificación injusta y falsa, que ha supuesto un triunfo de la izquierda política que ha logrado inocular en el sentir social la ecuación de progresismo-avance social, conservador-retroceso social. Y a mi juicio es un postulado falso, sobre todo si progresista se identifica con el que profesa ideas izquierdistas. Dicho de otra forma, un conservador ¿puede ser progresista? La respuesta, muy ideológica y trufada, suele ser que no es posible. Y yo digo ¿por qué una persona que tenga como algo valioso conservar lo bueno que tengamos no puede actuar para cambiar lo que sea necesario y mejorar la situación? ¿Es igual conservador a inmovilista? Y ¿por qué un progresista no puede programar acciones de mejora conservando lo que sea digno de ello? Es una falacia oponer el progresismo y el conservadurismo como posiciones antagónicas e irreconciliables. En la historia, grandes avances sociales los protagonizaron los conservadores. Por ejemplo, la Seguridad Social, que fue estructurada por el canciller Bismarck (Alemania) y lord Beveridge (Inglaterra).
Evidentemente los conceptos «conservador» y «progresista» han tenido un reflejo en la realidad muy diverso a lo largo de la historia. La sociedad occidental ha ido mejorando ostensiblemente con el paso de los siglos, y hoy la situación es radicalmente distinta a la existente en el siglo XVII, XVIII o XIX, por no ir más allá. Y es distinta porque los terremotos que social, ideológica y políticamente supusieron el capitalismo liberal y el comunismo soviético han terminado por llevar a la sociedad a estándares de razonabilidad e igualdad aceptables, gracias al triunfo de las tesis liberales y al fracaso del comunismo totalitario. La Rusia de Stalin, ¿era más progresista que la América de Roosevelt o la Inglaterra de Churchill? La respuesta es evidente.
En esa batalla manipuladora ante la opinión pública de los llamados «progresistas» han conseguido en España un botín muy importante, como es por ejemplo adjudicar el «patriotismo» a los conservadores en el sentido más peyorativo del mismo. E igual ocurre con los signos «patrióticos», como son el himno o la bandera. Es una batalla ganada por los «progres». Y sin embargo es una desgracia que entre nosotros oír el Himno Nacional en un evento o ponerse la bandera en el ojal de la chaqueta, sea tachado de «fachismo». En EE.UU. y Francia, por ejemplo, es todo lo contrario, y resulta muy gratificante ver, por ejemplo, cantar la Marsellesa con fuerza y pasión a franceses de toda clase y condición, como cuando se produjo el gran atentado de París.
Yo comparo nuestro devenir vital con un olivo. Raíces profundas y hojas al viento. Las raíces son fundamentales porque si se secan el árbol entero muere. Y las raíces son todo lo que pertenece al pasado pero que sigue vigente, porque es la savia de nuestra existencia. Y ahí entran las creencias, las costumbres, los hechos históricos, las relaciones sociales, los errores y aciertos de nuestra historia; en definitiva, tener presente de dónde venimos. Y, simultáneamente, las ramas -empujadas por las raíces- simbolizan el porvenir, el progreso, el futuro. Y ahí es donde pueden darse con mayor o menor intensidad el crecimiento y la lozanía. Pero para ello hay que abonar el árbol; hay que tomar decisiones y poner en marcha acciones que ayuden al crecimiento y fortalecimiento del olivo. Pero sería suicida que por cuidar las ramas acabáramos con la savia, con las raíces. Nos quedaríamos sin árbol.
Por todo lo dicho, pienso que hay que cuidar el valor de nuestro patrimonio histórico, cultural, social, económico y costumbrista y a la vez preocuparse de que, a partir de ahí, tengamos abiertos nuevos horizontes de mejora, actualización y cambio de hábitos y actuaciones que logren una sociedad más justa, más feliz y más próspera.
Dicho en términos sencillos: bienvenidos sean los conservadores progresistas y los progresistas conservadores. Ahí me apunto.
Juan Antonio Sagardoy Bengoechea es académico de número de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación y del Colegio Libre de Eméritos.