Consideraciones sobre la 'Fiesta nacional'

Con toda la razón, el editorial de EL MUNDO que comentaba la prohibición de las corridas en Cataluña sentenciaba que es «una prohibición que sólo pretende castigar a España». El siempre inteligente Luis María Anson hablaba en su Canela fina de aquel 29 de julio de la «politización» del tema. Hay razones válidas para prohibir el espectáculo -por ejemplo, por motivos de crueldad hacia los animales-, pero ni Carod-Rovira ni la inmensa mayoría de diputados catalanes que votaron a favor de prohibir los toros destacan como partidarios del movimiento para proteger a los animales. Su motivación no era otra que intentar un golpe contra el predominio de España. La prohibición es esencialmente un asunto político y sólo puede ser revertida a través de medios políticos, en Barcelona o en Madrid.

Sin embargo, la propuesta del PP de revertir la prohibición, blindando el espectáculo por ley, se basa en una visión totalmente errónea del papel que la Fiesta ha desempeñado en la Cultura de España. No sé si Rajoy ha estudiado la Historia de España, pero antes de que se precipite a una ciega defensa pública de las corridas debería reflexionar un poco.

El combate simbólico en público entre hombres y animales puede encontrarse en muchas culturas del mundo y se ha descrito en muchas obras de arte famosas. Creció como una lucha para afirmar la superioridad sexual del hombre y hay pruebas de que se practicaba en el Mediterráneo desde épocas muy tempranas. El toro se convirtió en el símbolo del machismo, del poder, de la masculina sed de sangre. Sin embargo, contrario a lo que muchos escritores han afirmado recientemente en la prensa, las corridas de toros nunca fueron la Fiesta Nacional de España, no más de lo que fuera el auto de fe.

En los primeros años de la época moderna, los más famosos reyes de España se opusieron a las corridas. La reina Isabel de Castilla asistió a una y se horrorizó tanto que se negó a ir a más. Carlos V no iba a ellas. Como su bisabuela Isabel, a Felipe II no le gustaban las corridas y en general las evitaba, pero no tomó ninguna medida para imponer sus preferencias sobre los castellanos. Algunas veces prohibió el espectáculo cuando comunidades específicas (los ciudadanos de Ocaña lo hicieron en 1561) se lo solicitaban.

Por otra parte, cuando en 1566 las Cortes de Madrid le pidieron que prohibiera todas las corridas en el reino (y, resulta superfluo decirlo, ¡no hubo Carod-Roviras en esa sesión del parlamento!), se negó a hacerlo aduciendo que era una costumbre tradicional, y no deseaba prohibir un espectáculo popular. Asombrosamente, sin embargo, dio plena libertad a aquellos que deseaban prohibir el espectáculo en Castilla. En 1568, permitió la publicación en España de un decreto papal de 1567 declarando ilícitas las corridas. Personalmente, las aborrecía. En días de fiestas importantes, prefería permanecer solo en el palacio trabajando, mientras todos los demás se iban a la corrida. En la fiesta de San Juan de 1565, por ejemplo, se celebró una corrida especial para la corte. Toda la nobleza asistió a ella, pero no el rey. En quizás el momento más feliz de toda su vida, su boda con Anna de Austria en 1570, prohibió la celebración de una corrida como parte de la fiesta prevista.

Los aficionados al toreo normalmente evitan referirse a hechos como los que acabo de citar. Manteniendo, tal vez, que la Fiesta era universalmente popular y la hostilidad de la élite gobernante era irrelevante. Lamentablemente para ellos, los hechos demuestran que las corridas no tenían una aceptación general en el país.

En el siglo XVIII el gran reformista de España, el ministro Jovellanos, dio los primeros pasos para examinar el estado de la tauromaquia. Al igual que otros ministros que apoyaban la Ilustración, calificó las corridas de toros de violentas y feroces, y opinaba que era hora de que la «ferocidad» dejara de tenerse en España por una virtud cívica. Casi sin excepción la corrida tuvo el rechazo de la élite ilustrada y de los intelectuales europeizados. Cuando, en 1767, Jovellanos solicitó un informe sobre este espectáculo, resultó que las corridas sólo se celebraban regularmente en 185 poblaciones de España, lo que le llevó a la conclusión de que no podían considerarse una afición nacional. El Gobierno adoptó un plan con el que se propuso abolirlas en un plazo de cuatro años desde la fecha del informe. En la práctica, la inercia española impidió que se hiciera nada hasta una ley de 1786 que las vetaba, pero tampoco entonces ocurrió nada y hubo que volver a prohibirlas cuatro años después.

En los últimos años del siglo XVIII, por consiguiente, la corrida no fue en absoluto la Fiesta nacional del conjunto de España. Jovellanos descubrió que se desconocía en toda la mitad norte de la Península, excepción hecha del País Vasco. En fecha tan tardía como 1800, no había toros ni en Cataluña, ni en Galicia, ni en Asturias. Es un hecho que los castellanos parecen desconocer. El público salió de su alegre desobediencia a las prohibiciones cuando un torero se desangró a causa de una cogida hasta morir ante los ojos de la reina María Luisa. En consecuencia, en 1805 el ministro Godoy las prohibió otra vez. En la práctica, sin embargo, continuaron y, en realidad, alcanzaron su mayor auge, mientras la figura del toro se convirtió en una especie de símbolo de la identidad española.

Lo que es indiscutible, en vista de todos estos hechos, es que el Gobierno de Castilla -esto es, efectivamente, de España- es el que más ha prohibido las corridas.

En Cataluña, todo el mundo sabe que la corrida no tiene raíces en la cultura popular. Se introdujo como una importación extranjera, poco más de un siglo atrás y sin ningún apoyo popular. La actual plaza de toros de Barcelona, la Monumental, fue inaugurada hace menos de un siglo, concretamente en 1914. Ya antes de esa fecha, la falta de apoyo a las corridas era obvia. Los catalanes las consideraban un signo del atraso de España con respecto a Europa. El doctor Robert, alcalde de Barcelona, organizó en 1901 una asamblea popular en la que pidió su abolición. Desde entonces, se hicieron varios intentos de introducir la prohibición, pero todos fracasaron. Hasta ahora.

En un momento u otro, por supuesto, los Gobiernos de España -y no sólo en Cataluña- han intentado suprimir espectáculos populares de todo tipo. En el siglo XVII, el Gobierno de Madrid prohibió el teatro popular, pero por breve tiempo (las prohibiciones «no se han conseguido nunca», reconocía un informe oficial de 1672). Las proscripciones afectaron a otros muchos aspectos del ocio, pero todas sin excepción quedaron en papel mojado. Una de las más interesantes fue la de los carnavales, desobedecida desde el momento en que salió. Al mismo tiempo, la oposición a los toros fue generalizada entre las clases educadas en Castilla. Miguel de Unamuno declaró que el flamenco, los toros y la zarzuela eran «una plaga» que en lugar de enseñar a la gente a pensar la contentaba con «majaderías y barbaridades».

En otras palabras, el mundo del ocio popular era un campo de batalla entre dos tendencias políticas en España. La división todavía existe. Los socialistas de Cataluña fingen apoyar la medida porque quieren defender a los animales. Esto evidentemente es falso. Pero también es mentira que los defensores de las corridas estén defendiendo una Fiesta Nacional. España, y especialmente Castilla, nunca han tenido una fiesta que sea verdaderamente nacional -los Gobiernos de Castilla prohibieron las corridas con más frecuencia que cualquier otro Ejecutivo en la península, como hemos comentado-. El PP, que parece estar defendiendo esa idea de Fiesta Nacional, debería abstenerse de entrar en una arena donde serán derrotados y donde su líder incluso puede perder una oreja.

Dejemos que quienes han inspirado la prohibición lleguen a un acuerdo con sus propios votantes sobre abolir un espectáculo que solamente tiene raíces verdaderamente profundas en las regiones de Cataluña que votan socialista.

Henry Kamen, historiador británico y su último libro es El enigma del Escorial, Espasa Calpe, 2009