Consideraciones sobre una bandera culpablemente ignorada

Como, dados los últimos acontecimientos, parece llegado el momento de justificar lo patente y razonar lo obvio, me voy a permitir hacerlo sobre la convicción de que ningún español puede tener razones para sentir la enseña nacional como ajena, y acerca del hecho, este particularmente lapidario por consustancial, de que el objeto de toda bandera es su exhibición pública.

La exteriorización de la personalidad colectiva es una necesidad desde que el hombre vive en comunidad. Sirve para distinguir lo propio de lo ajeno al máximo nivel. Esta manifestación visible se redujo preferentemente antaño, y en su doble aspecto dinámico y estático, a las unidades armadas y a los puntos estratégicos; el símbolo raramente excedía de la esfera militar o del entorno del soberano, o de su representante, del que se convirtió en testimonio de presencia cuando revestía la forma de estandarte.

Al extenderse el ámbito de las relaciones humanas mediante el comercio marítimo, los buques dedicados a esta actividad adoptaron también símbolos nacionales con intención más identificatoria que intimidatoria.

Siendo muchas en el Medioevo, porque el poder estuvo muy atomizado, hubo «señas» mayores y menores dentro de una misma colectividad territorial, según lo fuesen sus detentadores, hasta llegar ascendiendo a quien no dependía de ningún otro. Señas nacionales de primera importancia lo fueron cronológicamente las representaciones de deidades protectoras, los animales totémicos, los símbolos y los lemas privativos primero, y luego los escudos heráldicos, complejos carnés de identidad de un soberano en su esfera por insignificante que fuese y que acabaron imponiéndose como divisa más caracterizada. Múltiples en sus formas de manifestarse y plurales también en sí mismas, las más expresivas, conocidas, sencillas y fáciles de interpretar tendieron desde el principio a suplantar a las demás en un claro, aunque larguísimo proceso histórico hacia la simplificación y la unificación de los símbolos.

Todos acabaron encontrando en las múltiples formas y tamaños de la bandera la forma ideal de expresar, mezla de declaración de dominio y de reto, su mensaje. En el soporte textil al que su ligereza permitía ser grande y expuesto a gran altura, se podían fácilmente trazar los emblemas o bien bordarlos, y ya en nuestros tiempos, imprimirlos. La tela también permitía teñirla con los colores propios que acabarían por constituir el símbolo del símbolo, hasta el punto de que el grito y la exigencia de identificación entre buques de la potencia naval por excelencia del siglo XIX, Gran Bretaña, sería el de «show your colours!», «¡muestra tus colores!», reconociéndose por la comunidad internacional a una determinada combinación de éstos la representación nacional correspondiente. Para entonces, si existía diversidad para algunas manifestaciones del poder estatal se trataba de variantes reconocibles de un modelo básico.

Fueron los barcos de guerra, ya que en el caso de los mercantes no podemos hablar de una bandera de Estado en su pleno significado, los que le dieron publicidad a las enseñas por el resto del mundo, que los aceptó tácita y oficialmente. La mayor ventaja de la bandera naval era la posibilidad de pasear el pabellón, de darlo a conocer por todos los puertos y rutas marítimas. Los otros usuarios de banderas nacionales, las diversas unidades de los ejércitos, sólo podía dar a conocer las suyas allende las fronteras en momentos y zonas concretas y sólo en los contados de campañas expedicionarias. Por esta razón las naciones que, como Rusia en 1667 y España en 1785, modificaron la bandera de sus navíos, consideraron esta modalidad como la más genuina representación de la patria -«la Bandera Nacional de que usa mi Armada Naval» en palabras de Carlos III- y, llegado el momento de la unificación y generalización del símbolo (13 de octubre de 1843 para nosotros, 7 de mayo de 1883 para los rusos), excluyeron otras posibles.

De las banderas navales españolas heredaron las que también llegaron a ondear en tierra su posición preeminente y honorífica, que en los barcos fue, y es, a popa en puerto y en el tope navegando, y para los edificios en el balcón principal o el alto mástil. También su tamaño -dependiendo del porte del buque de guerra- y la posición descentrada del escudo alejada del batiente o parte más agitada por el tremolar del viento y aproximada al asta. Todo ello porque una bandera basa su razón de ser en su publicidad -no olvidemos que «estandarte» viene de «extendere» y «seña» de «signum»(señal)-, en su ostentación inteligible, en darse a conocer por el mayor número de gente y desde la mayor distancia posibles para transmitir adecuadamente sus diversos mensajes, entre los que se encuentra el actual, democrático y no menor, de localizar las instituciones estatales puestas al servicio de los ciudadanos.

Los españoles deberíamos conocer el verdadero significado histórico de nuestra bandera para que nadie, en ningún punto de la geografía física o política, la pueda considerar ajena. Su actualización se basó en una fusión de símbolos de los dos grandes bloques que constituyeron la nacionalidad común hace ya casi tres siglos. Aquella, considerando que se trataba de un pabellón naval, fue por la que los marinos vasco-castellanos, tan numerosos y destacados, se fundieron entre otros con los catalano-aragoneses. Los primeros aportaron su escudo partido de León y Castilla; los segundos las barras terrestres transformadas en franjas marinas, a son de mar y paralelas a él, en la forma adoptada por sus antepasados, y que sirvieron de fondo al nuevo pabellón, con la suficiente dosis de belleza, sentido práctico, simbología y éxito que le capacitó para llegar, incontestado, a nuestros días.

De la realidad de este aserto son testimonio, además de la mencionada longevidad del invento, el poder expansivo que tuvo la nueva enseña, y su inmutabilidad, en lo esencial manifiesta incluso ante las coyunturas políticas decisivas.

De los buques de guerra pasó la bandera naval a las unidades a flote dependientes de otros ramos, como las de Hacienda, Sanidad y Correos o a los buques de las compañías comerciales reales; de éstas a los castillos y baterías costeros y a las instalaciones navales en tierra; posteriormente, a todos los edificios y unidades militares, y finalmente a los palacios reales y a la totalidad de las sedes y dependencias de los organismos estatales, disfrutando en solitario de la condición de representación nacional.

Mientras tanto, las relaciones internacionales se habían desarrollado y el concepto de inmunidad personal del representante extranjero y espacial de la sede diplomática se había ido consolidando, concediéndose el símbolo soberano de la Nación a esta última, en gran tamaño y en la puerta principal de acceso. Nos estamos refiriendo a escudos en piedra que, dadas las ventajas de los paños, se convirtieron pronto en banderas que solas o compartiendo con ellos esta alta representación ondearon, centradas en la balconada, no antes de mediado el siglo XIX.

En España, la bandera sufrió vicisitudes que la afectaron sin destruir lo básico. Sólo un régimen forastero, ignorante y ajeno a nuestras tradiciones, como el de José Bonaparte, se atrevió a hacerlo radicalmente sustituyéndola por otra de fondo tan vacío de sentido como carente de color. La revolución antidinástica de 1868, la monarquía de Amadeo I y la I República, retocaron únicamente los detalles del escudo que no correspondían con el cambio que encarnaban porque comprendieron la perfecta combinación entre tradición y libertad que representaba el distintivo que, nacido en el paternalismo del Antiguo Régimen, habían hecho tremolar Riego, Espartero y Prim. La introducción de la franja morada de 1931 puede parecernos a algunos innecesaria y excluyente, pero ¿la conservación de las dos superiores no significa en sí un reconocimiento a la fuerza de la bandera tradicional?. El error republicano permitió al régimen de Francisco Franco volver a patentar la bicolor, recargándola de otros símbolos ajenos a su esencia. Con tanto poner y quitar interesados, sólo una cosa quedó clara para los redactores de nuestra Constitución: se debía dotar a la España democrática de una bandera de consenso, refrendada a la vez y como parte de su propio texto. Históricamente demostrado que los colores y su distribución podían acoger a todos, se tuvieron que sacrificar los más nostálgicos, ante la supresión del tercer color unos, y ante la aparición de un escudo nuevo los otros. Nacía así la bandera de la reconciliación nacional que ninguna facción se debe apropiar por ser patrimonio de todos y que todo Gobierno debe asumir plenamente y proteger por propia congruencia.

Bandera equivale a medio óptimo de manifestar la realidad nacional, ya que dentro del proceso de adquisición de la idea del propio país se incluye la asunción de la misma como símbolo. El no reconocer lo uno equivale a no aceptar lo otro y no caben términos medios ni subterfugios procedentes de quienes carecen de atribuciones para mantener las leyes en suspenso alegando, en el mejor de los casos, razones pragmáticas.

En democracia cualquier juego que no sea el juego democrático es un azar no sólo peligroso sino atentatorio contra el sistema. La máxima «dentro de la ley todo, fuera de la ley nada», aparentemente reconocida por todos y recientemente sustentada por María Teresa Fernández de la Vega, vicepresidenta del Gobierno español, no debería permitir interpretaciones tales que impidan su aplicación por parte de quien se ha comprometido a ello y respecto a todas las vigentes. Esta conducta obviamente parece sancionable en defensa de esa misma democracia.

Ocurre sin embargo que nuestra norma aplicable, la llamada Ley de Banderas de 1981 que exige que la de España ondee en el exterior y ocupe el lugar preferente en el interior de todos los edificios y establecimientos de la Administración central, institucional, autonómica, provincial o insular y municipal del Estado, carece de reglamento sancionador, ya que el que se propuso en 1992 fue declarado inconstitucional por el Tribunal Constitucional. Esta gatera de deslealtades y el hecho de que los sucesivos gobiernos españoles a raíz de la transición no han querido entrar a fondo en el asunto por intereses partidistas, alegándose últimamente «dificultades», tanto «objetivas» como «políticas», han permitido el incremento reciente del incumplimiento de estas disposiciones en ayuntamientos del País Vasco, Cataluña y Galicia y que se mantuvieran en la misma posición los de siempre en alguna otra Comunidad Autónoma.

Al escuchar los alegatos de quienes justifican el incumplimiento, no puedo por menos de recordar al egregio civilista don Federico de Castro y Bravo que, pese a ser considerado por los que éramos sus alumnos en la Complutense más «Bravo» que «Castro», se permitía a veces ciertas condescendencias. Al explicar el a la sazón vigente artículo 5 del Código Civil que dictaminaba respecto a las leyes «...no prevalecerán contra su observancia el desuso, ni la costumbre, ni la práctica en contrario», que resulta tan oportuno en este momento, aprovechó en una ocasión para evocar otro «no prevalecerán» más trascendente, referido al «Regnum Christi» acosado durante su etapa de perfeccionamiento eclesial por las fuerzas infernales, lo que constituye un recuerdo muy vívido de mi ya lejana juventud.

Hugo O'Donnell, miembro de la Real Academia de la Historia y autor de La campaña de Trafalgar.