Constitución de Chile, ¿y ahora qué?

El pasado domingo 7 de mayo los chilenos volvieron a las urnas por sexta vez desde el estallido social de septiembre de 2019. Esta vez ha sido para elegir a los cincuenta miembros del Consejo Constitucional que ha de aprobar una nueva Constitución.

La anterior Convención constitucional fracasó en el año 2022, pues acabó actuando con una lógica refundacional, interpretando el mandato popular para modificar la Constitución como un poder omnímodo, sin límites materiales y sin diálogo con las instituciones, la sociedad y los expertos nacionales e internacionales. Un poder constituyente soberano como el teorizado por Sieyès pero alejado de la realidad concreta de tantos procesos constituyentes exitosos. El resultado: una constitución bandera del constitucionalismo transformador, que trasladaba al texto normativo teorías académicas más o menos llamativas pero desconectadas de la realidad y de la tradición constitucional chilenas: el Estado plurinacional que diluía la unidad de la nación chilena, una visión desconfiada de toda limitación del poder con un bicameralismo aparente en el que la segunda Cámara apenas jugaba rol alguno ni como contrapeso ni como cámara regional, y una Corte Constitucional disminuida y vista con desconfianza, así como una lista infinita de derechos de todo tipo, con una fuerte carga ideológica identitaria, en la que cada grupo podía encontrar reconocidas sus aspiraciones particulares, pero sin prestar atención a su eficacia normativa.

Constitución de Chile, ¿y ahora qué?
NIETO

En el origen de todo estaba el divorcio entre la Convención (y no pocos académicos internacionales entusiasmados con la nueva constitución), integrada por una mayoría coyuntural fruto de unas elecciones muy particulares en las que la representatividad se lograba al margen de los partidos, y la mayoría del pueblo chileno. Esto se demostró en el plebiscito de 4 de setiembre de 2022, con el amplio rechazo del proyecto (62 por ciento vs. 38 por ciento).

Después del rechazo, los partidos chilenos retomaron las riendas del proceso mediante una regulación que dispone límites y la intervención de una pluralidad de órganos. La ley constitucional que prevé este proceso fija doce bases constitucionales de tipo sustantivo que son límites a la actuación de los órganos redactores, entre ellas: el Estado unitario y su descentralización y el reconocimiento de los pueblos originarios, el Estado social de Derecho, la protección de los derechos fundamentales, con cita expresa de la libertad de conciencia y culto y de enseñanza, el derecho de propiedad y a la vida.

Asimismo, la ley constitucional establece un complicado juego de frenos y contrapesos para la elaboración de la nueva Constitución, precisamente para no incurrir en el unilateralismo anterior. De entrada, el Congreso no se mantiene al margen del proceso, sino que elige una comisión de 24 expertos para la redacción del anteproyecto, que debe aprobarse por 3/5 de la misma. La Comisión Experta, con una composición plural y equilibrada, en sus primeros pasos ha actuado por consenso. Habrá que ver si dicho consenso se mantiene hasta la entrega del proyecto prevista para antes del 7 de junio.

A partir de entonces, el Consejo Constitucional que se acaba de elegir retomará los debates y acordará el texto definitivo, con posible nueva intervención de la Comisión Experta, en caso de desacuerdo en el seno del Consejo, y de un Comité Técnico de Admisibilidad, para resolver los requerimientos procedentes de los otros dos órganos sobre el cumplimiento de las bases constitucionales citadas. Al final, debe ser ratificada por los ciudadanos chilenos en un referéndum previsto para el 17 de diciembre, con voto obligatorio.

Las elecciones al Consejo Constitucional se han producido en circunstancias distintas a las anteriores: la seguridad pública sustituye a la crisis social entre las principales preocupaciones. Los resultados electorales reflejan este cambio: la derecha del Partido Republicano cuenta con 23 de los 51 consejeros (uno de ellos elegido por los indígenas) que, sumado con el centro-derecha (11 consejeros), alcanza los 2/3, suficiente numéricamente para impulsar una reforma, la cual no obstante sería inviable políticamente. El bloque oficialista de la izquierda ha obtenido 17 consejeros, con lo que ni siquiera alcanza la minoría de bloqueo de dos quintos, y el centro-izquierda queda sin representación. Estos resultados alertan de las dificultades que tendrán que sortearse y que no se limitan a Chile: cómo hacer una Constitución en tiempos de polarización política, con espíritu integrador y con vocación de permanencia que a la vez permita gobernar a mayorías parlamentarias diferentes. Para afrontar esta delicada situación en que parece complicado el consenso en temas de valores y de modelo de sociedad, sirven los compromisos dilatorios de Schmitt: remisión a la ley futura (mejor a una ley orgánica para los asuntos de desarrollo constitucional) e inclusión de normas de principio, que permitan concreciones distintas y graduales.

Los resultados electorales pueden empujar a la Comisión técnica a alcanzar acuerdos, cuanto más amplios y más bien fundados, más legítimos ante el Consejo Constitucional. Al mismo tiempo, el complejo sistema de frenos y contrapesos previstos para el proceso constitucional se va a poner a prueba. Ya sea como arma de veto de la mayoría conservadora en el Consejo ya como acicate para la negociación en los diversos foros.

El reto pasa por superar la polarización política, renunciar a la apertura permanente del debate constitucional en Chile y ser capaces de elaborar una constitución más integradora (y reformadora) que transformadora, con vocación de servicio al bien común. Convendría mantener la separación entre los ámbitos institucionales de discusión ordinaria –el Congreso y el presidente– y los de acuerdo constitucional. Y, por supuesto, una percepción modesta y realista de lo que una Constitución puede ofrecer, que no es la solución a problemas sociales, ni la plasmación de una ideología determinada, sino la fijación de un marco estable de convivencia y de limitación del poder. Para ello se necesita un pacto de renuncias: por un lado, de elaborar otra constitución de parte, condenada al fracaso, y por el otro, de actuar desde la lógica del contra peor mejor. Un segundo fracaso constitucional supondría una inmerecida frustración para la ciudadanía y convertir a Chile en caso grotesco de estudio del Derecho comparado, en lugar de la admiración que tantas veces nos ha suscitado.

Josep María Castellà Andreu es catedrático de Derecho Constitucional en la Universidad de Barcelona.

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