Constitución e historia

La semana pasada, exactamente hoy hace ocho días, se conmemoró el día de la Constitución en recuerdo de aquel 6 de diciembre de 1978 en el que los españoles ratificaron mediante referéndum el texto elaborado por el Congreso y el Senado elegidos el 15 de junio de 1977. La aprobación de la Constitución supuso, desde el punto de vista jurídico, el final del periodo comúnmente denominado de la transición política.

Veintinueve años, por tanto, de vigencia de la Constitución: un dilatado periodo histórico en el que nuestro país ha progresado a todos los niveles. Cualquier observador, español o extranjero, no duda en reconocerlo. Por supuesto, la causa principal de este progreso generalizado no ha sido la Constitución. Ningún texto jurídico, por más importante que sea, puede pretender tal cosa.

Pero no hay duda de que la estabilidad que ha suministrado el texto constitucional es una de las claves decisivas que explican la actual realidad española.

A pesar de todo ello estamos en unos momentos en los cuales desde sectores muy diversos se pone en cuestión la validez y eficacia de la Constitución, incluso su legitimidad. No es momento de entrar a juzgar los motivos ni las razones de todo ello, que en todo caso son muy variados. Sólo mencionar de pasada que si bien hay argumentos convincentes para reformar algunas instituciones y cambiar ciertas reglas constitucionales, tales reformas y cambios deben basarse en fundamentos sólidos y razonados en primer lugar; pero en segundo lugar, y ello no es menos importante, en acuerdos básicos entre las fuerzas políticas más representativas que renueven el consenso con el cual se elaboró la Constitución.

Con el tiempo hemos podido darnos cuenta de que uno de los grandes aciertos de la Constitución de 1978 fue la conciencia histórica de quienes la redactaron. Probablemente es la primera vez en la historia de España que una Constitución ha sido concebida desde un profundo conocimiento de nuestra historia, especialmente de nuestra historia constitucional. Se trata, en efecto, de un texto elaborado a partir de las enseñanzas que el pasado suministra, especialmente, como tantas veces en la vida, de las enseñanzas cuyo origen está en el reconocimiento de los errores cometidos y también de los aciertos.

El reciente libro del profesor Joaquín Varela Suárez-Carpegna Política y Constitución en España (1808-1978) (Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, Madrid, 2007), con prólogo de Francisco Rubio Llorente, es un estudio fundamental para comprender los antecedentes históricos de la Constitución de 1978 y, sobre todo, las continuidades (pocas pero significativas) y las rupturas (muchas y decisivas) de nuestra actual Carta Magna con la tradición constitucional histórica. El libro de Joaquín Varela no es tanto un libro de historia como, sobre todo, un libro de teoría del Estado y de teoría constitucional. Estudia detenidamente, por tanto, el constitucionalismo español desde 1812 y el pensamiento político subyacente en los diversos ciclos constitucionales para así poder calibrar el valor histórico de nuestro actual texto fundamental.

Dos son las conclusiones que extrae el autor al juzgar nuestra Constitución. En primer lugar, el decisivo valor que tuvo su proceso de elaboración. Se trata de la única Constitución de nuestra historia que fue redactada con voluntad de consenso y con voluntad de integración. Sumadas ambas voluntades, el producto final ha resultado altamente eficaz, un texto alrededor del cual, debido a su carácter abierto, se ha podido construir un Estado de derecho democrático, social y políticamente descentralizado. Consenso e integración han permitido, como dice Varela, "que la oposición democrática no ha tenido necesidad de situarse fuera y en contra del orden constitucional".

En segundo lugar, nuestro Estado constitucional ha bebido en dos fuentes históricas principales: en la tradición progresista del siglo XIX y, sobre todo, en la Constitución republicana de 1931. Sin embargo, en su momento, ninguna de estas fuentes supo consolidar un modelo propio, por dos razones: carecían de base social para ello y sus autores no tuvieron suficiente voluntad de integración y consenso. El gran acierto de los constituyentes de 1978 fue recoger el aliento de la Constitución de Cádiz, el liberalismo avanzado de la de 1869 y la conciencia social de la de 1931, adaptándolo todo a una sociedad que, en los últimos años del franquismo, sobre todo por causas exógenas, se había transformado profundamente. Todos estos elementos propiciaron este imprescindible espíritu de integración y consenso que ha tenido continuación en el desarrollo constitucional, tanto legislativo como jurisprudencial.

Algunos hablan de reforma constitucional. No hay que tener miedo a las reformas; al contrario, hay que propiciarlas cuando son convenientes y necesarias. Pero ninguna reforma constitucional será acertada si no sabe recoger la doble vocación que destaca Varela en nuestros constituyentes: la integración y el consenso. Las constituciones deben procurar la perfección técnica. Pero más importante que la técnica jurídica - cuyos defectos son casi siempre subsanables a posteriori- es el conocimiento político. Yeste se alcanza sobre todo mediante el sentido de la historia para aprender de los errores y aprovecharse de los aciertos, errores y aciertos que se comprenden perfectamente leyendo el libro de Joaquín Varela.

Francesc de Carreras, catedrático de Derecho Constitucional de la UAB.