Constitución y catalanismo

La lectura de la intervención de Jordi Pujol en el Ateneu de Barcelona el pasado 19 de octubre, con ocasión de la presentación de su libro Notícia del present (RBA), una recopilación de los artículos del expresident publicados en la prensa entre 1947 y 2013, ofrece muchas aclaraciones, emocionales y políticas, de porqué el mejor de los catalanismos –y el de Pujol lo fue– se ha desenganchado de la Constitución de 1978 que el pasado viernes cumplió 35 años. Quizá las claves de esta crítica decisión sean dos: decepción y frustración.

La trayectoria de Jordi Pujol ha sido inclusiva e integradora. Su incorporación a la opción independentista le plantea una necesidad personal de explicarse y, simultáneamente, genera en amplios sectores de la sociedad española –incluida también de la catalana– una urgencia igualmente explicativa. El expresident es un hombre dialogante y atento que sigue teniendo una especial cadencia pedagógica cuando explica sus razones y sentimientos.

Después de algunos años, le he vuelto a escuchar en una conversación sosegada y no he podido sustraerme a la sensación de que Pujol ha sido –y lo es– una figura grande de la democracia española al que los acontecimientos presentes le atribulan como a tantos y tantos miles de ciudadanos. Sus palabras el 19 de octubre pasado exudan un cierto sufrimiento personal porque –dice– “vista mi trayectoria, la gente puede preguntarse el porqué de mi posición actual”. Reconoce que “muchos pueden sentirse sorprendidos. Y algunos enfadados y decepcionados. E, incluso, algunos otros engañados. A todos ellos siento la necesidad de explicar cuál ha sido este proceso”.

El relato es el de una tierra promisoria a la que Catalunya, en la percepción de Pujol, nunca llegó pese a su involucración en el “proyecto español”. El punto de no retorno lo marca la sentencia del Tribunal Constitucional del 2010 sobre el Estatut que es la línea que delimita el antes y el después. No es un planteamiento diferente al de Miquel Roca, uno de los padres de la vigente Constitución, que expresa la opinión de que “algo se ha roto”. Lo que se ha quebrado para el catalanismo es el espíritu de la transición, una voluntad de acuerdo constante que brincaba sobre distancias ideológicas y personales que se creyeron insalvables.

La Constitución de 1978 debe mucho al catalanismo político. Como recuerda Pujol –y también lo hace Mas– la expresión del catalanismo central (CiU) ha estado presente en los hitos sustantivos de la génesis y desarrollo de la Constitución; ha colaborado en la gobernación de España y ha asumido decisiones difíciles. Ahora se encuentra en un escenario hamletiano, de ser o no ser, que Pujol explica así: “Si reculamos estamos condenados al debilitamiento inexorable. Porque la tierra que encontraremos ya sabemos que es inhóspita y la gente poco favorable (…) y si nos quedamos en medio del desfiladero acabaremos muriendo de frío y de hambre, o tarde o temprano seremos arrastrados por una riada”. En el análisis de Pujol –y en el de Roca– más que alusiones a decisiones normativas se producen remisiones a conceptos que apelan a la inteligencia emocional (como, por ejemplo, el de sensibilidad), seguramente porque el pueblo catalán es emotivo y receptivo a las aproximaciones amigables. Conforma una sociedad plural con una conciencia nacional transversal que –como insiste Pujol– no es étnica ni religiosa, sino basada en la lengua, la cultura y la convivencia.

En estos tiempos difíciles y controvertidos en los que se acude alegremente a la confrontación sin cálculo de daños directos y colaterales, la ecuación para muchos está clara: de la Constitución a la Constitución. Si en 1978, bajo el amparo de un espíritu histórico de conciliación, el catalanismo se embarcó en el proyecto español, hay que reiterar aquella operación con la misma grandeza: hacer de nuevo un hueco en la Carta Magna que, garantizando la unidad, ofrezca a Catalunya un espacio que sea fértil y hospitalario. Porque aunque acierten los pronósticos que auguran un fracaso al proceso soberanista por sus limitaciones intrínsecas, una amplia sensación de frustración se mantendrá y, al cabo de no mucho tiempo, se reiterará, acaso con más determinación, otra iniciativa secesionista.

Cuando se quiere evitar la reforma constitucional con la advertencia de que sería “abrir la caja de Pandora” o “abrir un melón”, o que este es “el peor momento” para acometer una propuesta integradora, ¿por qué no leen las palabras de Pujol? Llegarían a la conclusión de que no podría suceder nada peor para todos de lo que ya está sucediendo. El patriotismo español bien entendido ha de ser lúcido e históricamente informado.

José Antonio Zarzalejos

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