Constitución y Corona

Vivimos estos días momentos de máxima relevancia histórica en los que, una vez más, la Constitución de 1978, la más fructífera de nuestra historia constitucional, está cumpliendo el papel decisivo que le corresponde. El Rey Juan Carlos I, un gran Rey, ha decidido abdicar y el proceso de sucesión se está desarrollando con la máxima normalidad institucional. Lamentablemente, no ha sido siempre así en nuestra historia moderna, plagada de rupturas constitucionales. Si hoy es diferente es porque está plenamente operativa una Constitución sólida, que contiene las previsiones necesarias para dar continuidad y estabilidad a la convivencia. Previsiones que se están aplicando con naturalidad, ante la mirada de unos ciudadanos que muy mayoritariamente no esperan otra cosa de sus instituciones.

Algunos creen que están por encima de la Constitución. Argumentan que la democracia consiste en hacer lo que ellos proclaman y que la Constitución no puede ser un obstáculo que les impida imponer su particular voluntad. Pero los españoles hemos aprendido de nuestra historia, a un precio altísimo, por cierto, que la democracia sin respeto a la ley no existe, que no hay mejor gobierno que el gobierno de las leyes y que los que aprovechan cualquier coyuntura para encargar inmediatamente los funerales de la Constitución ponen en entredicho, con imperdonable frivolidad, la convivencia misma del país.

Constitución y CoronaY es que la Constitución no es solo una norma que hay que cumplir. La Constitución es sobre todo un pacto de convivencia. Un acuerdo en el que todos han cedido en sus pretensiones para buscar un punto de encuentro y hacer sostenible un horizonte de futuro para las presentes y las futuras generaciones. Obviamente, ese pacto se puede modificar. Pero no por la imposición de unos sobre otros, ni menos aún a golpe de ocurrencias coyunturales o de amenazas o algarabías, sino por la voluntad de todo un pueblo y con criterios sólidos que permitan mejorar la convivencia en lugar de complicarla o incluso destruirla.

Bienvenidas sean, por tanto, la normalidad constitucional en la sucesión a la Corona y la constatación de la plena vigencia de la Constitución y del pacto constitucional. Este es un momento de celebración. De agradecer a un buen Rey su obra ingente al servicio de España. De reconocimiento a la Reina. De salutación esperanzada a un heredero juicioso, preparado y responsable. Y también de felicitarnos a nosotros mismos por tantas cosas buenas que ha» conseguido durante cuatro décadas esta gran Nación.

La mejor forma de reforzar y actualizar la Constitución es cumplirla. Es lo que se está haciendo estos días, aplicando de forma razonable su Título II. Siempre he considerado que en desarrollo del mismo, dada su parquedad, era necesaria una ley orgánica que regule con carácter general la Corona o al menos el procedimiento y efectos de las abdicaciones. Esa ley, sin embargo, nunca se dictó, y en esas condiciones hay que operar en este momento. A falta de esa ley general, que podría haber diseñado otro procedimiento, el artículo 57.5 CE dice literalmente que las abdicaciones se resolverán por una ley orgánica, repitiendo lo establecido por todas nuestras Constituciones monárquicas, que desde 1812 exigen la intervención de las Cortes para hacer efectiva la abdicación, como reacción de los constituyentes gaditanos ante unos Monarcas que acababan de entregar en Bayona la Corona a Napoleón; y que desde 1837 concretan esa intervención parlamentaria en una ley singular.

Ciertamente, no es una ley cualquiera. La abdicación, por definición, es un acto libre, unilateral y voluntario del Rey, no fácilmente conciliable con el contenido y el procedimiento legislativo típicos de las leyes. Esa singularidad ha llevado a actuar razonablemente, con las salvedades que luego diré. Optando por la ley más escueta y más sencilla posible se ha evitado que se utilice el trámite legislativo para desnaturalizar una ley cuyo único objeto es dar efectividad a la abdicación y a la sucesión automática. Y al acordarse su tramitación por urgencia, con un único debate en Pleno y considerando todas las enmiendas como de devolución (es decir, votando solamente sí o no a la abdicación), se ha cubierto el doble objetivo de evitar un periodo prolongado de transitoriedad innecesario y de asegurar que las Cámaras se pronuncien sobre esa voluntad, ratificándola o rechazándola, pero no modificándola o condicionándola.

Menos afortunado ha resultado en cambio, dado que este proceso lleva preparándose un tiempo suficiente, que no se haya dispuesto previamente lo necesario para regular las consecuencias de la abdicación, especialmente en lo que se refiere al el estatuto jurídico del Rey abdicado. Es jurídicamente claro que goza de inviolabilidad y no está sujeto a responsabilidad por los actos realizados durante su reinado, pero, obviamente, debe disponer de un nuevo régimen jurídico a partir del cese del mismo, una parte del cual solo puede ser establecido, como ocurre con el lógico fuero jurisdiccional, mediante una ley orgánica.

No comparto tampoco que en el debate parlamentario de la ley de abdicación se hayan podido presentar y defender enmiendas que no tienen que ver con el hecho concreto de la abdicación y que en algunos casos no eran sino propuestas de reforma constitucional sobre el derecho de autodeterminación o la forma de Estado (¡17 repúblicas, según algunos!). Huelga decir que resulta lamentable, además, que se permita en nuestro Parlamento faltar a la cortesía debida a los titulares de otras instituciones y especialmente a quien ostenta la condición de Rey de España. Ahora que se pretende mejorar el Reglamento del Congreso, estaría bien que se empezase por cumplir y hacer cumplir el que tenemos.

Y una última consideración de orden constitucional. Se multiplican estos días voces que reclaman al nuevo Rey que asuma la condición de «paladín de las reformas». Más aún, se le pide abiertamente que inspire una reforma constitucional. En gran medida –aunque no solo– son las mismas voces que han negado su apoyo a la ley de abdicación. Algunas de las cuales llegan al extremo de advertir que o el nuevo Rey hace las transformaciones que cada cual le sugiere o le espera mal pronóstico. Yo lo que espero de Felipe VI es que cumpla y haga cumplir la Constitución, ejerciendo las potestades y competencias que la misma le atribuye. Y demando a quienes quieren que sea el Rey el que proporcione cobertura a sus particulares aspiraciones políticas que no utilicen a la Corona y menos aún la fragilicen, reclamándole que haga aquello que constitucionalmente ni puede ni debe hacer. El resto, las reformas que demanda la actual situación de España, es cosa de los responsables políticos, de acuerdo con las mayorías que el pueblo otorga en cada elección.

Ignacio Astarloa, presidente del Consejo Consultivo de la Comunidad de Madrid.

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