Constitución y tasas judiciales

La tasa constituye un tributo que se devenga por el uso especial que se hace de un determinado servicio público. En este sentido no debe extrañar que se someta al pago de una tasa la utilización por el ciudadano del servicio de Justicia. Puede haber quien, durante su vida, no acuda a los tribunales o lo haga en muy escasas ocasiones y también quien, por sus negocios o por cualquier otra circunstancia, lo haga frecuentemente. ¿Es justo entonces que sufraguemos entre todos la prestación de un servicio del que se benefician singularmente unos cuantos y lo hacen con especial frecuencia e intensidad en sus reclamaciones? Evidentemente, parece que no. Lo que ocurre es que el pago de la tasa, que no se discute por ejemplo respecto de la utilización especial del servicio de correos, adquiere unos caracteres especiales cuando se trata de acudir a un servicio tan esencial como es el de Justicia; servicio cuya prestación está garantizada constitucionalmente como derecho fundamental en el artículo 24.1 de la Constitución cuando dice que «todas las personas tienen derecho a obtener la tutela efectiva de los jueces y tribunales en el ejercicio de sus derechos e intereses legítimos, sin que, en ningún caso, pueda producirse indefensión». Subrayo la expresión «derechos e intereses legítimos» porque ahí está para mí el verdadero núcleo de la cuestión. Cuando hablamos de «injusticia» en la exigencia del pago de tasas judiciales estamos pensando únicamente en quien, con razón, se dirige a los tribunales para formular una recta pretensión y no en quien, por el contrario, acude incluso con la única intención de molestar y perjudicar a su adversario sin razón alguna en sus peticiones. ¿Debemos oponernos a que ese litigante, incluso temerario, abone una tasa, pagando entre todos sus caprichos? Creo que sobre ello no cabe discusión.

En realidad el problema de las tasas judiciales es el de la Justicia en su regulación, sobre todo en cuanto al quién, el qué e, incluso, el cuándo deben pagarse.

El Tribunal Constitucional ha entendido que la exigencia del pago de tasas judiciales se ajusta a los mandatos constitucionales y lo que queda para la función del legislador es procurar una regulación justa y adecuada. La reciente sentencia del Pleno número 20/2012 de 16 febrero resuelve la cuestión de inconstitucionalidad planteada en relación con el artículo 35, apartado 7, párrafo 2, de la Ley 53/2002, de 30 de diciembre, de medidas fiscales, administrativas y del orden social, que reinstauró la obligación de pago de tasa judicial en el orden civil, si bien sólo para determinadas personas jurídicas. Afirma el Tribunal Constitucional que la Justicia puede ser declarada gratuita, como hizo la Ley 25/1986, pero resulta obvio que la Justicia no es gratis. Si los justiciables no abonan el coste del funcionamiento de la Justicia, el poder judicial debe ser financiado mediante impuestos, sufragados por los contribuyentes. Aunque resulta evidente -añade- que la Justicia, en tanto que garantía del Estado de Derecho, implica beneficios colectivos que trascienden el interés del justiciable considerado individualmente, lo cierto es que la financiación pura mediante impuestos conlleva siempre que «los ciudadanos que nunca acuden ante los tribunales estarían coadyuvando a financiar las actuaciones realizadas por los juzgados y las salas de justicia en beneficio de quienes demandan justicia una, varias o muchas veces». Sostiene el Alto Tribunal que optar por un modelo de financiación de la justicia civil mediante impuestos o por otro en el que sean los justiciables quienes deben subvenir a los gastos generados por su demanda de justicia es una decisión que, en una democracia como la que establece la Constitución española, corresponde al legislador, que goza de un amplio margen de libertad en la configuración de los impuestos y los demás tributos que sirven para sostener los gastos públicos.

No obstante, el propio Tribunal Constitucional había declarado, entre otras, en sentencia número 294/1994, de 14 de julio, que su competencia se extiende a la determinación de si «en el régimen legal del tributo el legislador ha sobrepasado o no los límites constitucionales».

Esta es la cuestión. Parece lógico que existan las tasas, pero la pregunta es si el legislador ha hecho una adecuada regulación de las mismas y si esa regulación supera el control de constitucionalidad. Esto es si, quien acude a los tribunales con pretensiones legítimas, puede decirse que obtiene una verdadera tutela judicial y no se le cobra por ello.

Lamentablemente creo que no sucede así con la nueva Ley de Tasas (Ley 10/2012, de 20 noviembre) que, finalmente, ha comenzado a regir desde el pasado día 17 de diciembre. No sólo parecen excesivas las cuantías que se han asignado para los distintos procesos y recursos -que pueden, incluso, ser superiores a la que constituye su objeto- sino que, refiriéndome singularmente al orden jurisdiccional civil, dan lugar a alguna indeseable consecuencia como la que voy a exponer con un planteamiento ejemplificativo, que podría ser mucho más oneroso para el litigante en supuestos de mayor complicación.

Supongamos que alguien, con razón, acude al juzgado en busca de Justicia y el juez no se la reconoce. El demandante -lógica y justamente contrariado- formula un recurso de apelación ante la Audiencia Provincial. Pues bien, esto ya le cuesta, como mínimo, 800 euros (a los que habrá que sumar una cuota proporcional según la cuantía del proceso) que no va a recuperar aunque la Audiencia estime su recurso y acoja su demanda. Quizás esto no se ha tenido en cuenta y a mí me parece una cuestión esencial. Efectivamente, sucede que la tasa satisfecha en primera instancia (ante el juzgado) podría recuperarse en caso de condena en costas al demandado, que incluiría la devolución de su importe al demandante (que las adelantó), pero esto no es posible en los recursos; precisamente porque en los recursos no cabe nunca la condena en costas del recurrido, sino únicamente la del recurrente para el caso de que se desestime aquél.

De ahí que nuestro demandante se verá obligado a pagar una considerable cantidad por la única razón de que el juez de primera instancia no acertó a la hora de resolver el proceso, sin que ello en modo alguno debiera significar perjuicio para él. Lo lógico es que, en tales casos, aunque se hubiera exigido el pago previo de una tasa al apelante, se le pida perdón por el retraso y se le devuelva la cantidad ingresada. Es lo mínimo que se puede pedir a la Administración de Justicia y lo mínimo que corresponde si queremos proclamar que impera en nuestro sistema judicial el principio constitucional de «tutela judicial efectiva» del artículo 24.1 de la Constitución; ello incluso en el caso de que se estime equitativo -y no excesivo- el importe de la tasa que, desde luego, podrá servir para disuadir al litigante caprichoso (y ello siempre será bueno), pero no debe nunca coartar el ejercicio de un derecho legítimo por parte del litigante al que asiste la razón que -no olvidemos- podrá encontrarse en una situación económica que le impida acceder a los beneficios de la «justicia gratuita» y, sin embargo, no esté en condiciones de pagar una elevada tasa.

Antonio Salas Carceller es magistrado de la Sala Primera del Tribunal Supremo.

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