Constitución y valores

Estos días en que nuestra Constitución cumple años vale la pena recordar algunas fechas: 20 de noviembre de 1975, muerte de Franco; 4 de enero de 1977, Ley para la Reforma Política; 15 de junio de 1977, elecciones a las Cortes constituyentes; 31 de octubre de 1978, aprobación de la Constitución por las Cortes, ratificada en referéndum el 6 de diciembre de 1978. Fue brevísimo el lapso de tiempo en que se establecieron las bases jurídicas de la convivencia. España se enfrentaba a la necesidad de un nuevo orden para acomodarse a las exigencias democráticas de las que habíamos quedado descolgados. Precisamente la falta de instituciones representativas hacía más difícil la tarea: los restos heroicos de algunos partidos vivían en la clandestinidad; el Rey asumía directamente el diálogo con agentes sociales y políticos para equidistribuir los poderes exorbitantes del anterior Jefe del Estado; los medios estaban embarcados en un enternecedor proceso de «apertura»; y en las facultades de Derecho se explicaban las asignaturas de Derecho Político I y II, que algunos catedráticos actualizaban a su arbitrio con elementos de Derecho Constitucional comparado, Sociología o Teoría del Estado, porque en esta ínsula política no había estructuras de poder público mínimamente homologables a las del entorno. Tampoco existía el caldo de cultivo de una reflexión sistemática sobre el modelo de Estado como hubo en los orígenes de la democracia americana o en Alemania tras la Segunda Guerra Mundial. La necesidad convocó a los mejores hombres y mujeres del país para trazar un nuevo mapa institucional en el que geografías y personas se entrelazaron con normas imbuidas de los principios y valores constitucionales. Y el pueblo español respondió con altura de miras y sentido de la responsabilidad.

Aquella Constitución pudo ser tal cual de hecho es –con sus muchos aciertos y algunas limitaciones, su intensa carga axiológica y un diseño borroso de organización territorial– o pudo ser diferente y también habría cumplido su función ordenadora de la convivencia, porque más importante que su concreta redacción fueron el pacto social que la hizo posible y la decisión colectiva de caminar juntos hacia el interés general guiados por los valores de la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político dentro de un pleno respeto al ordenamiento jurídico. El Tribunal Constitucional apuntaló rápidamente la interpretación de la Constitución más acorde con esos valores, sobre todo en materia de derechos fundamentales; el Parlamento, impulsado por los primeros gobiernos, llevó a cabo una ingente tarea legislativa para completar en muy pocos años el andamiaje jurídico que la Constitución demandaba, desde las bases organizativas de los poderes públicos a la regulación de la persona, la familia, la sanidad, o la sindicación; y los ciudadanos protagonizamos con el voto y la opinión muy mayoritarios la puesta en marcha del Estado social y democrático de derecho que la Constitución proclamaba.

Cuarenta años después, España se enfrenta a nuevos retos: la desigualdad, que no sólo ha aumentado sino que está cristalizando, irreversible para demasiadas personas; la corrupción en la vida pública y privada; la insuficiencia del marco autonómico y el crecimiento desordenado de las emociones nacionalistas; la desafección de muchos ciudadanos respecto de sus representantes públicos, cuando no, viceversa, el desentendimiento de los políticos de los problemas reales de los ciudadanos; o la incapacidad de articular una respuesta mínimamente humana a los problemas de la migración y a sus causas. Pareciendo todo ello tan evidente como la caída de la hoja en el otoño, quizás lo sea menos un proceso que cursa por debajo, socavando el espíritu colaborativo de la ciudadanía. Me refiero al olvido de los valores constitucionales, como si la solidaridad (interpersonal e interterritorial) o la Justicia fueran quimeras que no tienen nada –o tienen cualquier cosa– detrás de las palabras. También a la falsa creencia de que el derecho, en lugar de ser un límite que marca para todos lo que se debe hacer o no hacer, es un instrumento que sirve para imponer la supuesta voluntad popular en el marco lábil de una «democracia» plebiscitaria. Y al debilitamiento de las identidades que soportan el vínculo político y social de pertenencia a una comunidad y que dan sentido al pacto colectivo. Si lo anterior es cierto, el problema no está en la supuesta caducidad del pacto social del que surgió la Constitución de 1978, sino en que faltan raíces para renovar un acuerdo que haga germinar de nuevo la primavera en el árbol de la convivencia.

En este escenario, se cuestiona la Constitución para modificarla no se sabe bien en qué sentido. Seguramente, una reforma será conveniente para acomodar la Constitución al transcurso de estos años en los que hemos ingresado en la Unión Europea, con el extraordinario cambio que ello implica en el orden jurídico, y se han desarrollado diecisiete comunidades autónomas en un régimen, a la vez, arbitrariamente asimétrico, excesivo en prerrogativas (como el aforamiento de miles de cargos públicos) e ineficiente en materias tan sensibles como la financiación autonómica. Cabría avanzar en el prudente camino que ya señaló el Consejo de Estado en su informe de febrero de 2006, o intentar planteamientos más profundos. Pero el Estado de Derecho no es un conjunto inerte de normas encabezadas por la Constitución que cure los problemas sociales como el bálsamo de Fierabrás. Es una forma colectiva de conducirse –todos, gobernantes y gobernados– dentro del escrupuloso respeto a la ley, the rule of law. El Derecho, que ordena la convivencia, no sustituye la actuación de quienes hemos de dirigir el progreso hacia una sociedad más justa. ¿Para hacer qué, la Constitución reformada? ¿Hacia dónde queremos avanzar conjuntamente?

Y aquí aparece de nuevo la necesidad de mirar hacia dentro, hacia las raíces, para prestar más atención a los valores morales y sociales, respetar y hacer respetar el Derecho siempre, hasta para cambiarlo, y fortalecer el sentido de pertenencia a España, con cuantas pluralidades quepan en el seno de un mismo Estado soberano, que son muchas. No se llegará muy lejos sin principios y valores, disueltos en un relativismo equidistante o políticamente acomodaticio, rehuyendo el sometimiento espontáneo a la Ley y cuestionando a cada paso la legitimidad de los otros, aquellos ideológica, cultural o geográficamente diferentes, con quienes hay que concertar la forma de vivir juntos. Aunque no existan recetas mágicas en esta encrucijada, hay dos principios esenciales: la educación en valores, especialmente aquellos que tienen que ver con el estatuto de los ciudadanos en un mundo cosmopolita, y el ejercicio inmoderado de la responsabilidad personal. El primero necesita tiempo, programación y recursos. El segundo requiere sólo del compromiso de cada uno con esta sociedad quebrantada y es urgente ahora, como lo era en 1977. El Estado de Derecho, parafraseando al gran político humanista que fue Václav Havel, es un proyecto intelectual y espiritual a construir con ideas y valores desde la responsabilidad individual de cada ciudadano. Nos corresponde especialmente a los juristas integrar esas ideas y esos valores en una arquitectura institucional adecuada, la de esa nueva edad de los deberes a la que suelo referirme y que, sin duda, entre todos haremos amanecer con o sin reforma constitucional.

Antonio Hernández-Gil, miembro de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación.

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